Hola… soy Vanina Vergara, y te doy la bienvenida a Cuidar(se): voces para sanar, un espacio donde ponemos palabras a lo que muchas veces callamos.Hoy, en este episodio, quiero hablarte de algo que a todos nos toca de cerca, aunque a veces lo neguemos: la salud mental.Cada 10 de octubre, el mundo conmemora el Día Mundial de la Salud Mental.Pero más allá de la fecha, lo importante es entender que cuidar la mente no es un lujo, ni una moda, ni una debilidad.Es una necesidad… una forma de respeto hacia uno mismo.🪞 “Hablar de salud mental era un tabú"Durante mucho tiempo, hablar de salud mental fue un tabú.En muchas casas —quizás también en la tuya o en la mía— se escuchaba eso de “no llores”, “no exageres”, “no cuentes lo que pasa”.Y así fuimos aprendiendo a guardar el dolor debajo de la alfombra, a sonreír aunque adentro algo se rompiera.Yo también pasé por eso.Durante años creí que “aguantar” era sinónimo de ser fuerte.Hasta que entendí que la verdadera fortaleza está en pedir ayuda, en hablar, en no esconder más lo que duele.Romper el silencio no es fácil. Pero una vez que lo hacés, algo empieza a sanar.Como si el alma, después de tanto tiempo en modo supervivencia, por fin respirara.💔 “Cuidar(se) también es escuchar” A veces pensamos que para ayudar a alguien que sufre hay que tener las palabras perfectas…Y no.A veces basta con escuchar sin interrumpir, con no juzgar, con preguntar de verdad “¿cómo estás?” y quedarnos ahí, esperando la respuesta.Cuidar la salud mental no siempre requiere grandes gestos.Requiere presencia.Y eso empieza también con nosotros mismos.Escuchar nuestro cuerpo cuando está cansado.Escuchar nuestras emociones cuando gritan disfrazadas de enojo, de ansiedad, o de tristeza.Escuchar nuestras necesidades sin sentir culpa por atenderlas.Porque, ¿sabés qué?Cuidarse no es egoísmo. Es supervivencia emocional.---🌱 “La salud mental no es solo para cuando algo anda mal” Tenemos que dejar de pensar que la salud mental se atiende solo en crisis.Así como cuidamos la alimentación, el ejercicio o el descanso, también hay que cuidar lo invisible.Eso puede significar muchas cosas:– Poner límites donde antes callábamos.– Buscar ayuda profesional sin miedo.– Alejarse de vínculos que enferman.– Y sobre todo, volver a creer en uno mismo.No se trata de estar felices todo el tiempo.Se trata de estar en paz, incluso cuando las cosas no son perfectas.---✨ “Romper el silencio, sanar el alma” Romper el silencio es un acto de amor.Por vos, por los que te rodean, y por los que vendrán después.Quizás no podamos cambiar todo lo que pasó, pero sí podemos cambiar la manera en que lo recordamos.Podemos transformar el dolor en experiencia, el miedo en comprensión, y el silencio… en voz.Si estás pasando un momento difícil, buscá ayuda.No estás solo.Y si conocés a alguien que la está pasando mal, no le digas “sé fuerte”.Decile: “estoy acá, con vos”.A veces, eso es todo lo que hace falta para empezar a sanar.---Gracias por acompañarme en este episodio de Cuidar(se): voces para sanar.Soy Vanina Vergara, y te invito a seguirme en los próximos capítulos, donde vamos a hablar de vínculos, resiliencia y autocuidado emocional.Porque cuidar la mente también es cuidar la vida.Nos escuchamos pronto… y ojalá, más conscientes, más humanos y un poco más en paz.I read letters sent to mailto:vergaravanina@yahoo.com
"El duelo que no termina"
Hoy quiero contar algo muy personal.
Algo que duele, pero que tal vez pueda ayudar a otros que estén viviendo lo mismo.
Mi papá es dependiente del alcohol.
Lo fue toda la vida.
Mi mamá convivió con eso durante 50 años… y fue una mujer profundamente infeliz. Siempre me lo dijo, Y él tampoco la quiso de verdad, porque quien ama, no destruye.
En mi casa crecimos entre gritos, peleas, infidelidades, violencia Y recibíamos el veneno de un ambiente donde el amor estaba ausente.
Hoy mi mamá ya no está. Falleció hace unos meses.
Y yo me encuentro sola frente a mi papá, que sigue tomando cada día, cada vez más temprano, cada vez más fuerte.
Es como verlo morir de a poquito, lentamente.
Y este es un duelo extraño.
No es el duelo de la muerte real, que aunque duele, cierra.
Es un duelo en vida: lo veo apagarse cada día, pero todavía está, todavía me llama, todavía me grita cuando bebe. Y yo… yo no sé cómo ayudarlo. Y la verdad es que ya entendí algo: no puedo salvarlo.
Mi mamá gastó su vida entera en esa lucha, y perdió.
Yo no quiero repetir su destino.
Por eso hoy aprendí a poner límites:
– Hablar solo con él cuando está sobrio.
– No discutir cuando toma, porque ahí no hay nadie al volante.
– Cuidar mi paz aunque él no entienda.
Y sé que no soy la única.
Yo también me descubro pensando cosas feas, como desear que un día todo termine de golpe. Pero entendí que eso no significa que odie a mi papá. Significa que estoy agotada, que quiero que termine el dolor, que quiero dejar de vivir en este duelo infinito.
Por eso hoy cierro este capítulo con mi propio mantra, mi escudo para sobrevivir:
👉 ‘Yo, Vani, soy hija, no salvadora. Mi vida no se hunde con la de mi papá’.
Si alguien que me escucha está viviendo algo parecido, quiero que se quede con esto: tenés derecho a cuidarte, a poner distancia, a no repetir la condena de quienes se quedaron atrapados.
Gracias por escucharme. Ojalá mi historia te ayude a ponerle palabras a la tuya.”
Hoy les cuento en carne viva un eco lejano pero que volvio como un bumeran que se escucha desde la distancia. Nos pasó a mí y a mí pareja, tenemos la misma herida gemela: los hijos que se alejan sin siquiera dar un espacio al diálogo. Eso deja una sensación de “muerte en vida”, como si te hubieran borrado de la historia, y la pregunta inevitable es: ¿por qué?
La respuesta es incómoda, pero real: la alienación parental existe y es brutal. Cuando un adulto instala un relato único en la cabeza de un hijo, lo va moldeando desde chico. Y aunque después crezcan, muchas veces se quedan atrapados en esa narrativa porque cambiar de idea implicaría enfrentarse a verdades muy dolorosas:
*Reconocer que creyeron mentiras,
*Admitir que rechazaron injustamente a un padre o madre,
*Y hasta aceptar que fueron manipulados.
No todos tienen la fortaleza de hacerlo.
En mí historia yo me digo : “yo no hice eso, yo no me alejé de mis padres aunque se destrozaban entre ellos”. Pero me doy cuenta que ahí hay una diferencia: mi dolor me volvió resiliente, no vengativa. Elegí quedarme, acompañar, aún con bronca, porque mi estructura interna es otra. No todos los hijos eligen igual; algunos huyen, otros congelan el vínculo, otros lo ponen en “pausa” indefinida.
Sobre si es falta de amor o conveniencia económica: probablemente sea una mezcla. A veces se alinean con quien les da más comodidad, más beneficios, más “seguridad”. O simplemente con quien controló la narrativa desde el principio.
Quiero hablar sobre estos ejes
1. La alienación parental: cómo se instala y qué deja.
2. El dolor de ser “muertos en vida” para los hijos.
3. La fantasía de que “cuando sean adultos van a entender” (y lo duro que es descubrir que no siempre pasa).
4. El paralelo de mi historia con la de mi pareja: dos vidas diferentes, una misma herida.
5. Mensaje final: cómo sobrevivir a ese abandono sin perder la esperanza ni el amor propio.
Porque al final, lo que sentimos lo sienten miles de padres y madres. Ponerle voz va a ser sanador, no solo para vos, sino para otros que hoy están igual de rotos.
Hoy quiero hablar de un dolor silencioso, uno que no deja moretones por fuera pero sí te deja cicatrices adentro.
Ese dolor que sentimos los padres cuando un hijo nos borra de su vida.
En mi vida, y en la de mi esposo , vivimos lo mismo.
Historias distintas, pero heridas calcadas.
A mí, mis hijos me dieron la espalda en diferentes formas, y a él… también.
Y lo más duro es esto: no nos alejamos por una pelea, no nos alejamos por una traición.
Simplemente, un día dejaron de estar.
Nos borraron. Como si hubiéramos muerto.
Y entonces me pregunto: ¿por qué?
¿Por qué un hijo adulto, con criterio propio, con vida armada… puede elegir el silencio absoluto, la indiferencia total?
La palabra técnica es “alienación parental”.
Cuando una madre o un padre siembra en la cabeza de los hijos un único relato: el del odio, el del rencor, el de la separación.
Cuando se repite durante años, ese relato se convierte en verdad.
Y aunque el hijo crezca, aunque se vuelva adulto, romper esa creencia duele demasiado.
Porque implicaría aceptar que lo manipularon, que le mintieron, que rechazó a un padre que sí lo amaba.
No todos se animan a enfrentarse a eso.
Algunos prefieren quedarse en la comodidad del relato inventado.
Otros eligen por conveniencia: se quedan con quien les da más beneficios económicos, más comodidades, más seguridad.
Yo pensaba que cuando fueran adultos, hablaríamos.
Que aunque discutiéramos, aunque gritáramos, al menos nos miraríamos a los ojos.
Pero no. La adultez no garantiza madurez emocional.
Y ahí está la frustración más grande.Hoy quiero dejar un mensaje a quienes estén pasando por esto:
Si tus hijos te borraron, no es porque no valgas.
No es porque no diste amor.
Es porque muchas veces, el dolor y la manipulación dejan cicatrices invisibles que ellos no se animan a revisar.
Lo único que nos queda es seguir de pie, con el corazón abierto.
Por Vanina Vergara
Hola a todos. Si me han seguido en episodios anteriores, ya conocen una buena parte de mi historia. Saben que he caminado por terrenos complicados, que he enfrentado mis propios demonios, y que he hablado de cómo ese camino me ha marcado. Pero hoy, quiero dar un paso al costado para ver el cuadro completo, y para hablar de algo que me golpeó fuerte después de un bajón emocional que tuve ayer. Me di cuenta de que, en nuestro propio dolor, a veces, sin querer, hacemos daño a los que están más cerca.
Y por eso, quiero hablar de la otra cara de la moneda.
La crisis y la epifanía
Ayer fue uno de esos días. Una mezcla explosiva de tristeza, frustración y ansiedad. Mi terapeuta diría que fue una crisis, y sí, lo fue. Porque por mucho que avance, no he sanado del todo, y no sé si algún día lo haré por completo. Lo que sí sé es que lo estoy intentando, con más días buenos que malos.
Después de ese bajón, entendí algo crucial. La historia que les he contado, la mía, la de la niña, la adolescente, la mamá joven, la hija, la esposa... es mi verdad, y no la subestimo. Jamás. Porque ese dolor que sentí en cada etapa de mi vida, ese no saber cómo pedir ayuda o no tenerla por ignorancia o falta de empatía de mi entorno, es real y es mío.
Pero también existe el otro lado.
La mochila que no ven
Yo me postergué casi 20 años. Hicieron que subestimara la terapia, creyendo que ir al psicólogo era cosa de "locos", un tabú en la sociedad paraguaya , en mi círculo. En mi época, hablar de salud mental era un chiste, una vergüenza. Me dejé llevar por el "esto se pasa solo" o "estos temas no se hablan". Y eso me llevó a un diagnóstico real ya en mis 40, a darme cuenta de que tengo una condición, y no algo pasajero. Y eso, aunque parezca solo mi problema, afectó a todos a mi alrededor.
Hoy, hablo de esto con total honestidad. Lo hago porque extraño a mi mamá, que se fue hace diez meses. Y veo a mi papá, con su duelo y una depresión que lo atrapa, pero que aún le cuesta cuidarse. Y los entiendo, de verdad que los entiendo.
Por eso, hoy, quiero disculparme. Pero no es una disculpa que viene de la culpa. Es una disculpa que viene del amor. Lo siento si mi dolor, si mi proceso, si mis decisiones, a veces buenas y otras no tanto, los hirieron. Lo siento si no me entendieron. Porque cuando estás rota y no sabes por qué, tomas decisiones que, sin querer, hacen daño. Es una cadena pesada que se transmite de generación en generación si no la cortamos.
Hablemos de prevención y empatía
Por eso es tan importante hablar, pedir ayuda, acudir a un profesional. Y no postergarlo. Porque la salud mental ya no es un tema individual, es un problema de salud pública en Paraguay y en el mundo. Hay más información que nunca. El Ministerio de la Soledad en Inglaterra, las redes sociales que facilitan muchismo la Informacion actual, que lo hacen ver que una cita con un terapeuta es tan fácilmente como pedir una cita con el odontólogo. No hay por qué tener vergüenza.
Quiero invitarlos a hablar más de prevención. En las mesas familiares, en los colegios, en todos lados. Tengamos más empatía. No sabemos qué mochila lleva la persona que tenemos al lado. No quiero justificar ningún tipo de maltrato, pero sí quiero que entendamos que detrás de muchas actitudes, hay una persona que no sabe qué hacer con su propio peso.
Que hay bajones, sí, pero se puede salir. Hay algo que me ha mantenido de pie hasta hoy. Ojalá nadie tenga que llegar a situaciones extremas por no haber tenido a alguien, una frase, un "sí se puede", un "te ayudo"
Por Vanina Vergara
El amor propio en proceso no es un spa emocional, no es hashtag ni autoayuda barata. Es como aprender a hablar otro idioma después de años de haber sido muda para mi misma. A veces suena torpe, a veces no sale… pero igual se intenta.
Lo escribo sin maquillaje, con voz temblorosa pero real...
Aprendiendo que el amor propio se construye todos los dias aunque a veces me venga la Culpa y la verguenza todavia, con la espalda encorvada de tanto peso ajeno
No me sale del todo.
No todos los días.
Hay mañanas en las que ni me miro al espejo.
Y otras, en las que me abrazo con la mirada… aunque sea por cinco segundos.
El amor propio, para mí, no es un destino.
Es un intento.
Un esfuerzo constante por no ser tan cruel conmigo.
Por no repetir en mi cabeza las mismas frases que me dijeron otros…
esas que dolieron más por venir de quienes supuestamente me amaban.
Estoy aprendiendo a hablarme distinto.
A no exigirme perfección.
A tratarme como trataría a alguien que quiero.
Aunque, a veces, esa voz vieja y castigadora se me filtra…
y me susurra que no valgo, que no hago suficiente, que no soy suficiente.
Pero me resisto.
Con uñas, con palabras nuevas, con pequeños actos.
Como comer bien porque me lo merezco.
Como decir “no” sin explicar tanto.
Como elegir descansar sin sentir culpa.
Estoy entendiendo que cuidarme no es egoísmo.
Es supervivencia.
Es resistencia.
Es, en el fondo, una forma de amor revolucionario.
No me amo del todo.
No aún.
Pero ya no me odio como antes.
Y eso, para mí, ya es un triunfo
No sé en qué momento empecé a sentir culpa por existir.
Por hablar.
Por decir que no.
Por querer otra cosa.
Me convertí en una experta en disculparme hasta por respirar fuerte.
Como si ocupar espacio fuera una falta.
Como si tener emociones fuera una molestia.
Como si decir “me duele” fuera una traición.
Estoy devolviendo culpas.
Sin insultos, sin escándalos.
Solo dejando de repetir ese patrón.
Durante mucho tiempo sentí vergüenza.
De mi historia.
De mi cuerpo.
De mis decisiones.
De mis cicatrices.
Como si lo que me pasó hablara mal de mí.
Como si lo que otros hicieron fuera mi culpa.
Y no.
No lo era.
Pero me lo creí.
Porque me hicieron creerlo.
Porque callar era más seguro que explicar.
Porque hablar era abrir una puerta que no sabía si podría volver a cerrar.
Pero por dentro…
la vergüenza me susurraba:
“no cuentes, te van a juzgar”,
“no llores, van a decir que exagerás”,
“no te muestres, van a señalarte”.
Hoy empiezo a entender que esa vergüenza nunca fue mía.
Fue sembrada, como una semilla podrida, por personas que nunca se hicieron cargo de su daño.
Y yo la regué, sin saberlo.
Pero ya no.
Hoy la dejo secarse.
Hoy no me tapo.
Hoy me nombro.
Hoy me creo.
Hoy me abrazo con toda mi historia, rota y completa.
No tengo que ocultarme más.
No tengo que parecer otra.
Lo que soy, así como soy, vale la pena ser visto.
Y asi estoy saliendo de ese escondite sin pedir permiso y amandome un poquito más cada dia. No me amo del todo.
No aún.
Decidir con la mano en el corazón y no en la agenda.
Pero hoy me doy cuenta:
el deseo no tiene edad.
Ni forma.
Ni permiso.
Está.
Late.
Respira conmigo con la esperanza terca que no se rinde
La esperanza no me grita.
No me sacude.
No me salva de golpe.
Pero se queda.
Ahí, chiquita, persistente.
Como una luz encendida al fondo del túnel.
Como esa vocecita que dice “un día más”.
Hay días en que no la encuentro.
Y sin embargo, respiro.
Y eso ya es una forma de esperanza.
No sé si mañana va a ser mejor.
No tengo promesas, ni garantías.
Pero sigo haciendo cosas que solo alguien que espera haría:
Sigo escribiendo.
Sigo cuidándome.
Sigo soñando con una vida más liviana.
Sigo creyendo que, a pesar de todo, vale la pena seguir.
No necesito grandes milagros.
Me alcanza con un abrazo honesto.
Con un silencio compartido.
Con no tener que fingir fortaleza todo el tiempo.
Y por eso, aunque a veces me sienta rota…
no me doy por vencida.
Hay momentos en la vida en que uno cree que todo se ha perdido. Que el camino que conocías se desvaneció, y el mapa ya no sirve de nada.
Soy Vanina Vergara, me resulta una obviedad repetir el slogan " mujer, madre y esposa" asi que prefiero ser persona antes de todo lo demás. Está es la historia de mi vida, sin nombres propios, pero muy real.
Cuando el mundo se te cae a pedazos y el eco de tus pasos es lo único que te acompaña, ¿a dónde vas?
Yo, en ese punto de quiebre, no buscaba respuestas, solo un escape. Me refugiaba en el asfalto, en el ritmo de mis zancadas, huyendo de una soledad que me ahogaba. Salir a correr era mi única forma de respirar, de no pensar. No buscaba nada, y menos que menos, el amor. ¿Quién lo haría cuando el corazón está tan herido?
Pero el destino, ese viejo sabio, tiene sus propios planes. Un domingo por la mañana, cuando mi rutina era solo una sombra de lo que fue, cambié de camino. Tomé una calle que nunca pisaba, a una hora que no me pertenecía. Y justo ahí, en la mitad de la nada, me encontré con la persona que lo era todo.
Él también huía, también buscaba una tregua en sus propias zancadas. Y en esa encrucijada improbable, chocamos. Literalmente. Dos almas perdidas que, sin saberlo, se buscaban. Nos conocíamos de lejos, pero nunca nos habíamos hablado. Y en ese instante, en ese encuentro fortuito, las piezas del rompecabezas de mi vida empezaron a encajar.
No fue casualidad. Fue el destino. El universo nos empujó a ese punto, a ese preciso momento, para que nuestros caminos se entrelazaran para siempre. Fue el día en que un hilo rojo, invisible e inquebrantable, nos unió de nuevo, para ya no soltarnos jamás. Él me salvó, me ayudó a levantarme, y se convirtió en mi refugio, mi compañero incondicional.
Y de eso se trata este podcast: de cómo, a veces, los momentos más oscuros son la antesala de la luz más brillante. De que incluso cuando creemos que estamos solos, el destino nos está tejiendo una red de amor y de esperanza. Porque la vida es así: una serie de caminos, a veces inesperados, que nos llevan directo a casa.
El amor propio como llave:
Llegamos al final de esta primera parte de mi historia.
En los episodios anteriores hablamos de la niña que aprendió a callar, de las familias que se rompen en silencio, de los dolores que se esconden detrás de una sonrisa.
Hablamos de pérdidas, de heridas, de duelos, de todo aquello que a veces creemos que no vamos a poder atravesar.
Y si estás escuchando esto, probablemente también hayas sentido en algún momento ese peso en el pecho, esa sensación de que la vida se vuelve demasiado.
No voy a romantizar el dolor: duele. Duele mucho.
Pero también quiero decirte algo: no es el final de la historia.
Yo tardé casi cincuenta años en entenderlo.
Cincuenta años en mirar para atrás y decir: ‘sí, me pasó todo esto… pero sigo acá’.
Y sigo acá porque aprendí, a los golpes, que el amor propio no es un lujo ni una moda. Es una necesidad.
El amor propio es la llave.
¿Y qué significa amarse?
No es mirarse al espejo y decir ‘soy perfecta’, porque no lo somos.
Es poder decir: ‘con mis cicatrices, con mis arrugas, con mis errores, con mis noches de tormenta… igual merezco estar bien’.
Es levantarse aunque el cuerpo pese una tonelada.
Es ir a terapia aunque no tengas ganas de hablar.
Es aprender a pedir ayuda, aunque siempre hayas sido la que sostenía a los demás.
Porque esa es otra gran verdad: nadie se salva sola.
Incluso a veces es alguien inesperado: una frase, un abrazo, un mensaje que te recuerda que todavía importás.
En mi caso, esa persona fue Pablo.
Él estuvo en mis tres intentos de no querer vivir más.
Él fue el que me sostuvo cuando yo ya no podía.
Y gracias a ese amor, a ese cuidado, pude aprender a cuidarme a mí misma.
Porque cuando alguien te muestra que tu vida tiene valor, de a poquito empezás a creerlo vos también.
Nos encontramos en el próximo capítulo de la vida… pero esta vez, con un poco más de luz.
Soy Vanina Vergara, me resulta una obviedad repetir el slogan " mujer, madre y esposa" asi que prefiero ser persona antes de todo lo demás. Está es la historia de mi vida, sin nombres propios, pero muy real.
Primera carta:
Respirá. Estás viva. Estás acá. Y eso, aunque a veces se te olvide, es un milagro construido con coraje, no con suerte.
Pasaste por infiernos que nadie vio. Te ahogaste en silencios, te perdiste en violencias, te deshiciste para sostener una familia que te dejó vacía. Y aun así, acá estás. Con la frente herida, sí… pero nunca agachada.
No eras una mujer débil. Eras una mujer agotada. No eras una madre mala. Eras una madre sin guía, sin red, sin un brazo que te dijera “seguí, yo te sostengo”. Lo hiciste sola, como pudiste, como te salió. Y merecés compasión, no castigo.
Te acusaron, te distorsionaron, te dejaron sola. Pero no te mataron. Porque vos, Vani, tenés un fuego adentro que no pudieron apagar. Ni el desprecio, ni la culpa, ni el abandono.
Elegiste vivir. Cuando tu cuerpo ya no podia más, cuando tus ojos ya no querían mirar, algo dentro tuyo dijo “no me rindo”. No por moda. No por rebeldía. Sino porque tu alma no estaba dispuesta a morirse sin antes reencontrarse.
Hoy sos más libre que nunca. Porque por fin estás siendo fiel a vos. Estás diciendo “yo valgo”, aunque te respondan con frialdad o silencio. Estás abriendo caminos, no para que los demás te sigan, sino para que vos no te pierdas más.
Tus hijos, tus heridas, tus intentos… todo forma parte de tu historia. Pero no son tu sentencia. No determinan lo que sos. Lo que sos se mide por el amor que elegís dar, por las veces que elegiste sanar, por cómo te hablás hoy.
Y hoy, Vanina, te hablo con todo mi amor:
Sos suficiente. Sos luz. Sos coraje. Sos madre aunque no te abracen. Sos mujer aunque otros no lo vean. Sos digna aunque te lo nieguen.
Seguí caminando. El pasado no se borra, pero no tiene por qué gobernarte más. Ya no.
Te abrazo fuerte. Te prometo que no vas a soltarme nunca más. Porque te estoy eligiendo todos los días.
Con amor eterno,
La mujer que decidió no rendirse.
Segunda Carta:
Carta escrita sin destinatario, pero con todo el cuerpo
Una tristeza que late como un tambor bajito
Hay días en los que me siento bien.
Otros, en los que simplemente funciono.
Y hay momentos —como este— en que me doy cuenta de que hay una tristeza que nunca se fue.
Solo aprendió a quedarse quietita.
No molesta, no arruina nada.
Pero está.
Late despacio.
Como un tambor bajito.
Como si marcara el ritmo de lo que no digo.
No tiene nombre, pero sí historia.
Nació en lugares donde no se podía llorar en voz alta.
Creció entre mandatos, silencios y deberes.
Se alimentó de días en los que no podía caerme, porque si me caía, ¿quién levantaba a los demás?
Aprendí a disimularla con sonrisas, con rutinas, con "estoy bien".
Pero cuando la casa queda en silencio, cuando todos ya no me miran…
ahí vuelve.
Y me abraza fuerte.
Como si fuera lo único que me reconoce.
No me rompe.
Pero me pesa.
No me lastima.
Pero me adormece.
Y me pregunto… ¿esto es vivir?
¿Esto es lo que queda cuando uno se entrega tanto a los demás que se olvida de sí?
No busco respuestas hoy.
Solo necesitaba decirlo.
Ponerle palabras a esta tristeza bajita, para que no se pudra adentro.
Para que sepa que la escucho.
Que la acepto.
Y que, aunque sea de a poco, estoy intentando vivir también por mí.
— Vani, con el corazón envuelto en silencio pero escribiendo igual.
mailto:vergaravanina@yahoo.com
No escribo esto para hacer literatura.
Ni para parecer valiente.
Ni para que digan “qué fuerte”.
Escribo porque si no lo hago, me hundo.
Porque hay cosas que ya no puedo decir en voz alta,
pero tampoco puedo seguir callando.
Escribo para que mi tristeza tenga nombre.
Para que mi rabia no se pudra adentro.
Para entender mi culpa y devolver la que no era mía.
Para sacarme de encima la vergüenza heredada.
Para recordar que aún deseo.
Para no olvidar que todavía tengo esperanza.
Y para aprender, de una vez por todas, a quererme.
Estas cartas no tienen forma de ensayo.
Tienen forma de cicatriz.
Son fragmentos.
A veces ordenados, a veces no.
Como yo.
Como tantas.
Las escribo para mis hijos, aunque no me lean.
Para otras mujeres que se sienten igual y no saben cómo decirlo.
Para los que creen que ya es tarde.
Y para mí, que estoy aprendiendo que nunca es tarde.
Si estás leyendo esto, no busques perfección.
Encontrarás verdad.
Un corazón que sigue latiendo entre ruinas.
Una mujer que se reconstruye con lo que tiene a mano:
memoria, palabras, y amor propio en proceso.
Estas soy yo.
Vanina Vergara
En pedacitos de papel.
Pero entera en intención.
mailto:vergaravanina@yahoo.com
Desde las cicatrices
No tengo la vida resuelta. Tengo la vida vivida. Y eso, a esta altura, pesa más.
Hoy no persigo finales felices de película. Persigo momentos verdaderos: esos en los que una conversación honesta cura más que mil psicofármacos, en los que una receta hecha con amor alimenta más que el menú más sofisticado, en los que mirar a los ojos a alguien y decir “yo pasé por eso” se vuelve acto de sanación.
Desde mi lugar de nutricionista, quiero seguir creando con la realidad en la mano y el corazón en la mesa: planes de alimentación dignos, humanos, para adultos mayores, para familias con pocos recursos, para quienes no tienen voz en las estadísticas. Desde mi experiencia como mujer marcada por el dolor, quiero seguir escribiendo, hablando, compartiendo sin vergüenza lo que viví.
Porque callarnos nos enferma.
Y contarlo... nos libera.
Quiero dejar de pedir permiso. Y empezar a dar permiso:
—A las mujeres que todavía viven atrapadas en el mandato de la hija perfecta, la esposa sumisa o la madre mártir.
—A quienes tienen un diagnóstico de salud mental y creen que eso las invalida para soñar.
—A quienes sienten culpa por separarse, por hablar, por alejarse de sus propios hijos para sobrevivir.
—A quienes aman sin molde, sin papeles, sin aprobación externa.
Quiero seguir cuidando de mí y de los míos, escribiendo, trabajando, soñando. Y si puedo, tender puentes entre realidades: entre profesionales de la salud que se animan a mirar más allá de la clínica, que ya no quieren sostener lo insostenible.
Mi cicatriz más grande son mis hijos. Y mi deseo más profundo es que algún día ellos también puedan sanar. Yo los amo con el alma rota, pero entera. Porque elegí vivir.
Lo que viene no lo sé todo. Pero sé esto:
Quiero que mi historia sirva. Que ayude a soltar culpas. A romper cadenas. A decir basta. A decir: “Yo también merezco”.
Y por ultimo Carta a quien está leyendo esto
Si llegaste hasta acá, gracias. De corazón.
Gracias por prestarme tus ojos, tu tiempo, tu empatía.
Gracias por leer no solo una historia, sino las huellas de una vida que sigue latiendo con fuerza.
Esta no es la historia de una víctima. Es la historia de una mujer que se hartó de sobrevivir callada y eligió vivir hablando. A su modo. A su ritmo. Con sus dolores, sí. Pero también con su dignidad intacta.
Escribí esto porque muchas veces me sentí sola, incomprendida, juzgada o rota. Pero aprendí que hay otras, otros, otres, que también llevan cicatrices parecidas. Si esta historia te tocó una fibra, si te hizo llorar, enojarte, cuestionar, o sentirte menos sola: entonces sirvió.
No soy ejemplo de nada. Solo soy prueba viviente de que se puede atravesar la tormenta.
Y no salir ilesa… pero sí salir viva.
Y eso ya es muchísimo.
No dejes que te convenzan de que tenés que ser perfecta, fuerte todo el tiempo, sumisa para ser querida, madre santa o hija abnegada.
Tampoco creas que estar rota te quita valor.
Tu historia —como la mía— vale por lo que atravesaste, no por lo que aparentás.
Ojalá esta carta llegue justo cuando estás por rendirte.
O cuando te estás por animar.
O cuando pensás que nadie entiende lo que viviste.
Yo no te conozco, pero te abrazo. Y te creo.
Con cicatrices y esperanza,
Vanina Vergara
mailto:vergaravanina@yahoo.com
Los hijos duelen toda la vida
Hay dolores que no se explican. Que no se gritan. Que no se curan con terapia ni con abrazos. Son los que se alojan en el pecho como una piedra que no se mueve. Mis hijos me duelen así. Profundo, crudo, sin descanso.
Mis hijos son mi amor eterno, mi herida abierta, mi esperanza intacta. No quiero que repitan mi historia. No quiero que amen con miedo, que se callen por presión, que soporten lo que los rompe. Por eso escribo esto. Para que algún día, si deciden mirar, encuentren la otra parte del cuento. Y puedan entender que su madre no fue débil. Fue fuerte a su manera. Y que los amó incluso cuando tuvo que alejarse para sobrevivir.
mailto:vergaravanina@yahoo.com
La fe que me salvó
Fui criada en una escuela católica, con estampitas, letanías, rezos largos y una culpa que pesaba más que cualquier cruz. Me enseñaron que Dios era un juez con cara seria, que miraba desde arriba si te portabas bien o mal, que premiaba la sumisión y castigaba la rebeldía. Yo quería creer… pero también quería vivir.
Durante años, mi espiritualidad fue más miedo que amor. Más deber que consuelo. Pero en los peores momentos —cuando me sentía sola, rota, y rechazada por quienes más amaba— fue la fe la que me sostuvo… no la fe de la culpa, sino una nueva fe: la que se encuentra cuando no queda nada más.
En los silencios más oscuros, cuando la injusticia parecía eterna, cuando el diagnóstico de discapacidad psicosocial pesaba como una marca, yo le hablé a un Dios distinto. Uno que no me pedía obedecer, sino respirar. Uno que no me castigaba por ser fuerte o por decir “no aguanto más”. Uno que me decía:
"Yo te hice así, valiente. No te arrodilles ante el dolor, solo mírame y seguí."
Esa espiritualidad no tiene iglesia fija ni etiquetas. A veces es una oración mientras camino, otras veces es una charla con mi mamá ya fallecida, sintiéndola cerca, dándome fuerza.
Es mirar un árbol y sentir que todo va a estar bien. Es poner una vela y llorar sin miedo. Es abrazar a Pablo, mi compañero, y entender que eso también es fe: creer en el amor después del infierno.
No soy una mística ni una gurú. Soy una mujer que aprendió a rezar con el cuerpo cansado y el alma abierta. Mi espiritualidad es rebelde, porque no obedece más a dogmas que me encarcelaron. Mi fe es libre, y por eso es fuerte.
Aprendí que Dios —o como quieras llamarle— no quiere mártires, quiere seres vivos. No quiere sumisas, quiere mujeres despiertas. No quiere hijos perfectos, quiere vínculos verdaderos.
Y aunque aún me duelen muchas cosas, me levanto cada día con una certeza:
no estoy sola, nunca lo estuve.
mailto:vergaravanina@yahoo.com
La mujer que dijo basta
Crecí entre misas, rosarios y ese aire espeso de los mandatos no dichos pero pesados como una lápida:
Callate, obedecé, sacrificate.
Naciste para cuidar, para sostener, para servir.
Primero tu papá, después tu marido, después tus hijos. Y vos, al final —si queda algo—.
Fui la hija bastón, esa que carga con todo. Que aguanta a los padres que no se llevan, que pone el cuerpo donde hay caos, que calla aunque le griten adentro. Me tocó cuidar cuando era niña, proteger cuando era joven, y obedecer cuando ya ni me reconocía.
Fui la esposa sumisa. Dos veces.
La primera, con la ilusión romántica del “para siempre”.
La segunda, con el miedo disfrazado de amor, mientras aguantaba violencia de género y emocional, frente a hijos que miraban —y sufrían— en silencio. Aguanté hasta donde pude, hasta que el alma me dijo: ¿y vos? ¿cuándo vivís vos?
La ruptura fue brutal. No hay divorcio amable cuando lo que se rompe no es solo un papel, sino años de entrega sin retorno, de identidad anulada. Y ahí, como madre, vino otro golpe: ser juzgada. Por mis hijos, por mi familia, por la sociedad.
“Los hijos son lo primero”, dicen. Pero nadie te enseña cómo cuidarlos cuando estás desarmada.
Me arrancaron la tenencia. Me difamaron. Me aislaron. Y el dolor más profundo vino cuando ellos —mis hijos— también me cuestionaron, se alejaron, y hasta me borraron por momentos. Esa herida sigue abierta. Porque no se deja de amar a los hijos aunque te rechacen. Los hijos duelen toda la vida. Y los amás igual, aunque duela.
Pero también fui —y soy— la mujer que dijo basta.
La que se levantó.
La que dijo: no quiero seguir muerta en vida.
La que entendió que ser buena madre no es desaparecer por ellos, sino pelear por ser, para que ellos vean que también se puede elegir, vivir, reconstruirse.
Hoy miro hacia atrás y veo los mandatos hechos pedazos en el suelo. Ya no sirvo la mesa en silencio. Ya no sonrío cuando me anulan. Ya no bajo la cabeza ante lo injusto.
Soy hija, madre, esposa, profesional, ciudadana, y sobre todo: soy mujer. Con voz, con historia, con heridas... y con alas.
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La adolescencia no me llegó como un viento fresco de libertad, sino como una mudanza forzada al rol de adulta. Mientras otras chicas soñaban con su primer beso o una salida al cine, yo estaba apagando incendios emocionales en casa. Era la hija bastón. Esa que acompaña a su madre rota, que le seca las lágrimas, que escucha en silencio las quejas contra un padre ausente emocionalmente, a veces también físicamente. A esa edad, yo ya había aprendido a leer los silencios y los gritos velados. Había que sostener. Había que ser fuerte. Había que callar.
Fui criada bajo la mirada vigilante del catolicismo tradicional, que me enseñó que el sacrificio era virtud, y que el deber de una mujer buena era aguantar, ceder, perdonar, y si era necesario, desaparecerse a sí misma. Nadie me habló de límites, de salud mental, de amor propio. Solo de lo que “se debe” y “no se debe hacer” para ser “una mujer decente”.
Después vinieron los años de la pasarela, de la sonrisa ensayada, de ser el reflejo de lo que se esperaba de mí. Trabajé como modelo y en televisión, pero siempre me sentí como un personaje en un libreto escrito por otros: linda, correcta, complaciente. Por dentro, seguía cargando una tristeza densa, esa mezcla entre miedo y obligación que se instala cuando creés que no podés fallar, porque si vos caés, todo se derrumba.
Mis primeras relaciones afectivas estuvieron marcadas por esa misma lógica. Yo me adaptaba, me moldeaba, justificaba, y si me dolía… aguantaba. Porque eso me enseñaron: que el amor era entrega, aunque duela. Que una mujer hecha y derecha sabe sufrir en silencio, que si un hombre se enoja es porque algo hiciste mal, y que una familia se defiende incluso a costa de tu cordura.
Con el tiempo, el cuerpo empezó a pasar factura. Ansiedad, insomnio, angustias sin nombre. Pero seguía funcionando, como buena hija bastón. Hasta que un día, el sistema colapsó. El matrimonio con el padre de mis hijos, que había comenzado como un intento desesperado de construir lo que yo no tuve, terminó siendo una repetición brutal de lo que había jurado nunca vivir.
Me encontré en el punto cero, divorciada, estigmatizada, con tres hijos que vivían con él, y una sociedad que me señalaba. La buena madre no deja a sus hijos, ¿no? Nadie hablaba de la violencia que había detrás, de las manipulaciones, del infierno doméstico. No. La loca, la inestable, la irresponsable… era yo.
Y ahí, en ese pozo oscuro, comenzó otro viaje. El de reconstruirme.
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Nací en una casa donde el amor era un rumor lejano. Estaba, sí, pero nunca era protagonista. Crecí escuchando discusiones en voz baja y viendo gestos que decían más que las palabras. Mi madre, una mujer fuerte pero desgastada por la vida, y mi padre, un hombre que nunca supo cómo amar sin dominar. No recuerdo una sola escena de ternura entre ellos. Recuerdo tensión. Y silencio.
Fui hija bastón desde que aprendí a caminar. La encargada de hacer las cosas bien. De no molestar. De sonreír aunque me doliera la panza del miedo. ¿Quién me enseñó eso? Nadie. Y todos. El colegio católico al que fui me hablaba de una Virgen María obediente, silenciosa, sacrificada. Nunca vi una mujer en el altar hablando con voz propia. Tampoco en mi casa.
De chica no entendía por qué me enfermaba tanto. Hoy sé que era mi cuerpo gritando lo que yo no podía decir. Lidiar con la tensión de dos padres enfrentados, con la presión de ser "la buena", "la fuerte", "la que ayuda", me partía por dentro. Pero nadie preguntaba cómo estaba yo. Y si lo hacían, yo respondía con una sonrisa.
La cultura paraguaya, tan orgullosa de la familia tradicional, te dice que tu deber es cuidar. Cuidar al padre, cuidar a la madre, cuidar a los hermanos, y después al marido. ¿Y a una misma? Eso era egoísmo. Yo crecí pensando que era pecado querer ser libre. Querer hablar. Querer elegir.
Aprendí a leer miradas. A predecir explosiones. A caminar en puntas de pie por la casa, como si fuera una intrusa en mi propia vida. Esa niña que fui todavía me visita a veces. Me mira desde el rincón y me pregunta: ¿ya podemos hablar? Y yo le digo que sí. Que ahora sí.
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Esta es mi historia, mi manera de desnudar una realidad que se repite en demasiados hogares y que pocos se atreven a contar sin maquillaje social: los divorcios y separaciones que dejan heridas profundas en nuestros hijos, esos seres inocentes que no deberían cargar con batallas de adultos.
Escribir esto no es fácil. No sé qué pensarán mis hijos cuando, algún día, logren mirar el pasado sin voces ajenas dictando lo que deben sentir o creer. Hoy viven bajo un techo que alguna vez fue nuestro hogar. Aun así, les debo mi verdad, aunque hoy no la entiendan. Les debo mi lucha para que no vuelvan a ser víctimas de la misma historia.
Esta es la crónica de cómo el miedo, la ignorancia y la falta de apoyo me fueron arrinconando hasta convertirme en la mujer invisible dentro de mi propio matrimonio. Dieciséis años en los que, salvo los primeros, todo se fue tiñendo de misoginia disfrazada de amor: prohibiciones para estudiar, trabajar o crecer, bajo la vieja consigna de que “la mujer debe quedarse en casa”. Me tomó demasiado tiempo comprender que debía soltar, hacer mi duelo, rehacerme y darles a mis hijos una madre libre y fuerte, aunque eso implicara romper todo.
Pero no fue solo un matrimonio que fracasó; fue una maquinaria entera funcionando para anularme. Se me negó el derecho a decidir, a construir un patrimonio propio, a proteger mi futuro y el de mis hijos. Documentos firmados bajo presión, poderes que otros manejaron a espaldas mías durante años, negocios turbios en los que me usaron como un nombre vacío. La injusticia llegó incluso a las paredes de la casa donde crié a mis hijos, que un día nos fue arrebatada sin miramientos.
Y mientras todo esto ocurría, los mensajes eran claros: callate, aceptá, no hagas olas. La doble vara social fue implacable: lo que en mí era “indecente”, en otros era “correcto y propio”. Y yo, atrapada en un círculo de manipulación y violencia emocional, terminé creyendo que no valía lo suficiente para reclamar mi lugar.
Cuando finalmente la separación fue inevitable, el costo fue devastador. Mi nombre quedó arrastrado en deudas ajenas, mi reputación manchada por mentiras, mi vínculo con mis hijos fracturado por la manipulación de quien prometió protegernos y solo dejó ruinas. Aun así, aquí estoy, escribiendo, porque mi voz es lo único que ya no pueden quitarme.
Cuento esto porque sé que no soy la única. Porque, como en aquel emblemático caso que sacudió conciencias en América Latina y puso nombre a la alienación parental, muchas madres siguen perdiendo a sus hijos sin haber cometido más pecado que el de querer liberarse. Porque el silencio nunca salvó a nadie, y quizá mi historia pueda ser la mano tendida que yo nunca tuve.
mailto:vergaravanina@yahoo.com