
La fe que me salvó
Fui criada en una escuela católica, con estampitas, letanías, rezos largos y una culpa que pesaba más que cualquier cruz. Me enseñaron que Dios era un juez con cara seria, que miraba desde arriba si te portabas bien o mal, que premiaba la sumisión y castigaba la rebeldía. Yo quería creer… pero también quería vivir.
Durante años, mi espiritualidad fue más miedo que amor. Más deber que consuelo. Pero en los peores momentos —cuando me sentía sola, rota, y rechazada por quienes más amaba— fue la fe la que me sostuvo… no la fe de la culpa, sino una nueva fe: la que se encuentra cuando no queda nada más.
En los silencios más oscuros, cuando la injusticia parecía eterna, cuando el diagnóstico de discapacidad psicosocial pesaba como una marca, yo le hablé a un Dios distinto. Uno que no me pedía obedecer, sino respirar. Uno que no me castigaba por ser fuerte o por decir “no aguanto más”. Uno que me decía:
"Yo te hice así, valiente. No te arrodilles ante el dolor, solo mírame y seguí."
Esa espiritualidad no tiene iglesia fija ni etiquetas. A veces es una oración mientras camino, otras veces es una charla con mi mamá ya fallecida, sintiéndola cerca, dándome fuerza.
Es mirar un árbol y sentir que todo va a estar bien. Es poner una vela y llorar sin miedo. Es abrazar a Pablo, mi compañero, y entender que eso también es fe: creer en el amor después del infierno.
No soy una mística ni una gurú. Soy una mujer que aprendió a rezar con el cuerpo cansado y el alma abierta. Mi espiritualidad es rebelde, porque no obedece más a dogmas que me encarcelaron. Mi fe es libre, y por eso es fuerte.
Aprendí que Dios —o como quieras llamarle— no quiere mártires, quiere seres vivos. No quiere sumisas, quiere mujeres despiertas. No quiere hijos perfectos, quiere vínculos verdaderos.
Y aunque aún me duelen muchas cosas, me levanto cada día con una certeza:
no estoy sola, nunca lo estuve.
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