
El amor propio en proceso no es un spa emocional, no es hashtag ni autoayuda barata. Es como aprender a hablar otro idioma después de años de haber sido muda para mi misma. A veces suena torpe, a veces no sale… pero igual se intenta.
Lo escribo sin maquillaje, con voz temblorosa pero real...
Aprendiendo que el amor propio se construye todos los dias aunque a veces me venga la Culpa y la verguenza todavia, con la espalda encorvada de tanto peso ajeno
No me sale del todo.
No todos los días.
Hay mañanas en las que ni me miro al espejo.
Y otras, en las que me abrazo con la mirada… aunque sea por cinco segundos.
El amor propio, para mí, no es un destino.
Es un intento.
Un esfuerzo constante por no ser tan cruel conmigo.
Por no repetir en mi cabeza las mismas frases que me dijeron otros…
esas que dolieron más por venir de quienes supuestamente me amaban.
Estoy aprendiendo a hablarme distinto.
A no exigirme perfección.
A tratarme como trataría a alguien que quiero.
Aunque, a veces, esa voz vieja y castigadora se me filtra…
y me susurra que no valgo, que no hago suficiente, que no soy suficiente.
Pero me resisto.
Con uñas, con palabras nuevas, con pequeños actos.
Como comer bien porque me lo merezco.
Como decir “no” sin explicar tanto.
Como elegir descansar sin sentir culpa.
Estoy entendiendo que cuidarme no es egoísmo.
Es supervivencia.
Es resistencia.
Es, en el fondo, una forma de amor revolucionario.
No me amo del todo.
No aún.
Pero ya no me odio como antes.
Y eso, para mí, ya es un triunfo
No sé en qué momento empecé a sentir culpa por existir.
Por hablar.
Por decir que no.
Por querer otra cosa.
Me convertí en una experta en disculparme hasta por respirar fuerte.
Como si ocupar espacio fuera una falta.
Como si tener emociones fuera una molestia.
Como si decir “me duele” fuera una traición.
Estoy devolviendo culpas.
Sin insultos, sin escándalos.
Solo dejando de repetir ese patrón.
Durante mucho tiempo sentí vergüenza.
De mi historia.
De mi cuerpo.
De mis decisiones.
De mis cicatrices.
Como si lo que me pasó hablara mal de mí.
Como si lo que otros hicieron fuera mi culpa.
Y no.
No lo era.
Pero me lo creí.
Porque me hicieron creerlo.
Porque callar era más seguro que explicar.
Porque hablar era abrir una puerta que no sabía si podría volver a cerrar.
Pero por dentro…
la vergüenza me susurraba:
“no cuentes, te van a juzgar”,
“no llores, van a decir que exagerás”,
“no te muestres, van a señalarte”.
Hoy empiezo a entender que esa vergüenza nunca fue mía.
Fue sembrada, como una semilla podrida, por personas que nunca se hicieron cargo de su daño.
Y yo la regué, sin saberlo.
Pero ya no.
Hoy la dejo secarse.
Hoy no me tapo.
Hoy me nombro.
Hoy me creo.
Hoy me abrazo con toda mi historia, rota y completa.
No tengo que ocultarme más.
No tengo que parecer otra.
Lo que soy, así como soy, vale la pena ser visto.
Y asi estoy saliendo de ese escondite sin pedir permiso y amandome un poquito más cada dia. No me amo del todo.
No aún.
Decidir con la mano en el corazón y no en la agenda.
Pero hoy me doy cuenta:
el deseo no tiene edad.
Ni forma.
Ni permiso.
Está.
Late.
Respira conmigo con la esperanza terca que no se rinde
La esperanza no me grita.
No me sacude.
No me salva de golpe.
Pero se queda.
Ahí, chiquita, persistente.
Como una luz encendida al fondo del túnel.
Como esa vocecita que dice “un día más”.
Hay días en que no la encuentro.
Y sin embargo, respiro.
Y eso ya es una forma de esperanza.
No sé si mañana va a ser mejor.
No tengo promesas, ni garantías.
Pero sigo haciendo cosas que solo alguien que espera haría:
Sigo escribiendo.
Sigo cuidándome.
Sigo soñando con una vida más liviana.
Sigo creyendo que, a pesar de todo, vale la pena seguir.
No necesito grandes milagros.
Me alcanza con un abrazo honesto.
Con un silencio compartido.
Con no tener que fingir fortaleza todo el tiempo.
Y por eso, aunque a veces me sienta rota…
no me doy por vencida.