
Nací en una casa donde el amor era un rumor lejano. Estaba, sí, pero nunca era protagonista. Crecí escuchando discusiones en voz baja y viendo gestos que decían más que las palabras. Mi madre, una mujer fuerte pero desgastada por la vida, y mi padre, un hombre que nunca supo cómo amar sin dominar. No recuerdo una sola escena de ternura entre ellos. Recuerdo tensión. Y silencio.
Fui hija bastón desde que aprendí a caminar. La encargada de hacer las cosas bien. De no molestar. De sonreír aunque me doliera la panza del miedo. ¿Quién me enseñó eso? Nadie. Y todos. El colegio católico al que fui me hablaba de una Virgen María obediente, silenciosa, sacrificada. Nunca vi una mujer en el altar hablando con voz propia. Tampoco en mi casa.
De chica no entendía por qué me enfermaba tanto. Hoy sé que era mi cuerpo gritando lo que yo no podía decir. Lidiar con la tensión de dos padres enfrentados, con la presión de ser "la buena", "la fuerte", "la que ayuda", me partía por dentro. Pero nadie preguntaba cómo estaba yo. Y si lo hacían, yo respondía con una sonrisa.
La cultura paraguaya, tan orgullosa de la familia tradicional, te dice que tu deber es cuidar. Cuidar al padre, cuidar a la madre, cuidar a los hermanos, y después al marido. ¿Y a una misma? Eso era egoísmo. Yo crecí pensando que era pecado querer ser libre. Querer hablar. Querer elegir.
Aprendí a leer miradas. A predecir explosiones. A caminar en puntas de pie por la casa, como si fuera una intrusa en mi propia vida. Esa niña que fui todavía me visita a veces. Me mira desde el rincón y me pregunta: ¿ya podemos hablar? Y yo le digo que sí. Que ahora sí.
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