
La adolescencia no me llegó como un viento fresco de libertad, sino como una mudanza forzada al rol de adulta. Mientras otras chicas soñaban con su primer beso o una salida al cine, yo estaba apagando incendios emocionales en casa. Era la hija bastón. Esa que acompaña a su madre rota, que le seca las lágrimas, que escucha en silencio las quejas contra un padre ausente emocionalmente, a veces también físicamente. A esa edad, yo ya había aprendido a leer los silencios y los gritos velados. Había que sostener. Había que ser fuerte. Había que callar.
Fui criada bajo la mirada vigilante del catolicismo tradicional, que me enseñó que el sacrificio era virtud, y que el deber de una mujer buena era aguantar, ceder, perdonar, y si era necesario, desaparecerse a sí misma. Nadie me habló de límites, de salud mental, de amor propio. Solo de lo que “se debe” y “no se debe hacer” para ser “una mujer decente”.
Después vinieron los años de la pasarela, de la sonrisa ensayada, de ser el reflejo de lo que se esperaba de mí. Trabajé como modelo y en televisión, pero siempre me sentí como un personaje en un libreto escrito por otros: linda, correcta, complaciente. Por dentro, seguía cargando una tristeza densa, esa mezcla entre miedo y obligación que se instala cuando creés que no podés fallar, porque si vos caés, todo se derrumba.
Mis primeras relaciones afectivas estuvieron marcadas por esa misma lógica. Yo me adaptaba, me moldeaba, justificaba, y si me dolía… aguantaba. Porque eso me enseñaron: que el amor era entrega, aunque duela. Que una mujer hecha y derecha sabe sufrir en silencio, que si un hombre se enoja es porque algo hiciste mal, y que una familia se defiende incluso a costa de tu cordura.
Con el tiempo, el cuerpo empezó a pasar factura. Ansiedad, insomnio, angustias sin nombre. Pero seguía funcionando, como buena hija bastón. Hasta que un día, el sistema colapsó. El matrimonio con el padre de mis hijos, que había comenzado como un intento desesperado de construir lo que yo no tuve, terminó siendo una repetición brutal de lo que había jurado nunca vivir.
Me encontré en el punto cero, divorciada, estigmatizada, con tres hijos que vivían con él, y una sociedad que me señalaba. La buena madre no deja a sus hijos, ¿no? Nadie hablaba de la violencia que había detrás, de las manipulaciones, del infierno doméstico. No. La loca, la inestable, la irresponsable… era yo.
Y ahí, en ese pozo oscuro, comenzó otro viaje. El de reconstruirme.
mailto:vergaravanina@yahoo.com