
Esta es mi historia, mi manera de desnudar una realidad que se repite en demasiados hogares y que pocos se atreven a contar sin maquillaje social: los divorcios y separaciones que dejan heridas profundas en nuestros hijos, esos seres inocentes que no deberían cargar con batallas de adultos.
Escribir esto no es fácil. No sé qué pensarán mis hijos cuando, algún día, logren mirar el pasado sin voces ajenas dictando lo que deben sentir o creer. Hoy viven bajo un techo que alguna vez fue nuestro hogar. Aun así, les debo mi verdad, aunque hoy no la entiendan. Les debo mi lucha para que no vuelvan a ser víctimas de la misma historia.
Esta es la crónica de cómo el miedo, la ignorancia y la falta de apoyo me fueron arrinconando hasta convertirme en la mujer invisible dentro de mi propio matrimonio. Dieciséis años en los que, salvo los primeros, todo se fue tiñendo de misoginia disfrazada de amor: prohibiciones para estudiar, trabajar o crecer, bajo la vieja consigna de que “la mujer debe quedarse en casa”. Me tomó demasiado tiempo comprender que debía soltar, hacer mi duelo, rehacerme y darles a mis hijos una madre libre y fuerte, aunque eso implicara romper todo.
Pero no fue solo un matrimonio que fracasó; fue una maquinaria entera funcionando para anularme. Se me negó el derecho a decidir, a construir un patrimonio propio, a proteger mi futuro y el de mis hijos. Documentos firmados bajo presión, poderes que otros manejaron a espaldas mías durante años, negocios turbios en los que me usaron como un nombre vacío. La injusticia llegó incluso a las paredes de la casa donde crié a mis hijos, que un día nos fue arrebatada sin miramientos.
Y mientras todo esto ocurría, los mensajes eran claros: callate, aceptá, no hagas olas. La doble vara social fue implacable: lo que en mí era “indecente”, en otros era “correcto y propio”. Y yo, atrapada en un círculo de manipulación y violencia emocional, terminé creyendo que no valía lo suficiente para reclamar mi lugar.
Cuando finalmente la separación fue inevitable, el costo fue devastador. Mi nombre quedó arrastrado en deudas ajenas, mi reputación manchada por mentiras, mi vínculo con mis hijos fracturado por la manipulación de quien prometió protegernos y solo dejó ruinas. Aun así, aquí estoy, escribiendo, porque mi voz es lo único que ya no pueden quitarme.
Cuento esto porque sé que no soy la única. Porque, como en aquel emblemático caso que sacudió conciencias en América Latina y puso nombre a la alienación parental, muchas madres siguen perdiendo a sus hijos sin haber cometido más pecado que el de querer liberarse. Porque el silencio nunca salvó a nadie, y quizá mi historia pueda ser la mano tendida que yo nunca tuve.
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