
Hay momentos en la vida en que uno cree que todo se ha perdido. Que el camino que conocías se desvaneció, y el mapa ya no sirve de nada.
Soy Vanina Vergara, me resulta una obviedad repetir el slogan " mujer, madre y esposa" asi que prefiero ser persona antes de todo lo demás. Está es la historia de mi vida, sin nombres propios, pero muy real.
Cuando el mundo se te cae a pedazos y el eco de tus pasos es lo único que te acompaña, ¿a dónde vas?
Yo, en ese punto de quiebre, no buscaba respuestas, solo un escape. Me refugiaba en el asfalto, en el ritmo de mis zancadas, huyendo de una soledad que me ahogaba. Salir a correr era mi única forma de respirar, de no pensar. No buscaba nada, y menos que menos, el amor. ¿Quién lo haría cuando el corazón está tan herido?
Pero el destino, ese viejo sabio, tiene sus propios planes. Un domingo por la mañana, cuando mi rutina era solo una sombra de lo que fue, cambié de camino. Tomé una calle que nunca pisaba, a una hora que no me pertenecía. Y justo ahí, en la mitad de la nada, me encontré con la persona que lo era todo.
Él también huía, también buscaba una tregua en sus propias zancadas. Y en esa encrucijada improbable, chocamos. Literalmente. Dos almas perdidas que, sin saberlo, se buscaban. Nos conocíamos de lejos, pero nunca nos habíamos hablado. Y en ese instante, en ese encuentro fortuito, las piezas del rompecabezas de mi vida empezaron a encajar.
No fue casualidad. Fue el destino. El universo nos empujó a ese punto, a ese preciso momento, para que nuestros caminos se entrelazaran para siempre. Fue el día en que un hilo rojo, invisible e inquebrantable, nos unió de nuevo, para ya no soltarnos jamás. Él me salvó, me ayudó a levantarme, y se convirtió en mi refugio, mi compañero incondicional.
Y de eso se trata este podcast: de cómo, a veces, los momentos más oscuros son la antesala de la luz más brillante. De que incluso cuando creemos que estamos solos, el destino nos está tejiendo una red de amor y de esperanza. Porque la vida es así: una serie de caminos, a veces inesperados, que nos llevan directo a casa.
El amor propio como llave:
Llegamos al final de esta primera parte de mi historia.
En los episodios anteriores hablamos de la niña que aprendió a callar, de las familias que se rompen en silencio, de los dolores que se esconden detrás de una sonrisa.
Hablamos de pérdidas, de heridas, de duelos, de todo aquello que a veces creemos que no vamos a poder atravesar.
Y si estás escuchando esto, probablemente también hayas sentido en algún momento ese peso en el pecho, esa sensación de que la vida se vuelve demasiado.
No voy a romantizar el dolor: duele. Duele mucho.
Pero también quiero decirte algo: no es el final de la historia.
Yo tardé casi cincuenta años en entenderlo.
Cincuenta años en mirar para atrás y decir: ‘sí, me pasó todo esto… pero sigo acá’.
Y sigo acá porque aprendí, a los golpes, que el amor propio no es un lujo ni una moda. Es una necesidad.
El amor propio es la llave.
¿Y qué significa amarse?
No es mirarse al espejo y decir ‘soy perfecta’, porque no lo somos.
Es poder decir: ‘con mis cicatrices, con mis arrugas, con mis errores, con mis noches de tormenta… igual merezco estar bien’.
Es levantarse aunque el cuerpo pese una tonelada.
Es ir a terapia aunque no tengas ganas de hablar.
Es aprender a pedir ayuda, aunque siempre hayas sido la que sostenía a los demás.
Porque esa es otra gran verdad: nadie se salva sola.
Incluso a veces es alguien inesperado: una frase, un abrazo, un mensaje que te recuerda que todavía importás.
En mi caso, esa persona fue Pablo.
Él estuvo en mis tres intentos de no querer vivir más.
Él fue el que me sostuvo cuando yo ya no podía.
Y gracias a ese amor, a ese cuidado, pude aprender a cuidarme a mí misma.
Porque cuando alguien te muestra que tu vida tiene valor, de a poquito empezás a creerlo vos también.
Nos encontramos en el próximo capítulo de la vida… pero esta vez, con un poco más de luz.