
Desde las cicatrices
No tengo la vida resuelta. Tengo la vida vivida. Y eso, a esta altura, pesa más.
Hoy no persigo finales felices de película. Persigo momentos verdaderos: esos en los que una conversación honesta cura más que mil psicofármacos, en los que una receta hecha con amor alimenta más que el menú más sofisticado, en los que mirar a los ojos a alguien y decir “yo pasé por eso” se vuelve acto de sanación.
Desde mi lugar de nutricionista, quiero seguir creando con la realidad en la mano y el corazón en la mesa: planes de alimentación dignos, humanos, para adultos mayores, para familias con pocos recursos, para quienes no tienen voz en las estadísticas. Desde mi experiencia como mujer marcada por el dolor, quiero seguir escribiendo, hablando, compartiendo sin vergüenza lo que viví.
Porque callarnos nos enferma.
Y contarlo... nos libera.
Quiero dejar de pedir permiso. Y empezar a dar permiso:
—A las mujeres que todavía viven atrapadas en el mandato de la hija perfecta, la esposa sumisa o la madre mártir.
—A quienes tienen un diagnóstico de salud mental y creen que eso las invalida para soñar.
—A quienes sienten culpa por separarse, por hablar, por alejarse de sus propios hijos para sobrevivir.
—A quienes aman sin molde, sin papeles, sin aprobación externa.
Quiero seguir cuidando de mí y de los míos, escribiendo, trabajando, soñando. Y si puedo, tender puentes entre realidades: entre profesionales de la salud que se animan a mirar más allá de la clínica, que ya no quieren sostener lo insostenible.
Mi cicatriz más grande son mis hijos. Y mi deseo más profundo es que algún día ellos también puedan sanar. Yo los amo con el alma rota, pero entera. Porque elegí vivir.
Lo que viene no lo sé todo. Pero sé esto:
Quiero que mi historia sirva. Que ayude a soltar culpas. A romper cadenas. A decir basta. A decir: “Yo también merezco”.
Y por ultimo Carta a quien está leyendo esto
Si llegaste hasta acá, gracias. De corazón.
Gracias por prestarme tus ojos, tu tiempo, tu empatía.
Gracias por leer no solo una historia, sino las huellas de una vida que sigue latiendo con fuerza.
Esta no es la historia de una víctima. Es la historia de una mujer que se hartó de sobrevivir callada y eligió vivir hablando. A su modo. A su ritmo. Con sus dolores, sí. Pero también con su dignidad intacta.
Escribí esto porque muchas veces me sentí sola, incomprendida, juzgada o rota. Pero aprendí que hay otras, otros, otres, que también llevan cicatrices parecidas. Si esta historia te tocó una fibra, si te hizo llorar, enojarte, cuestionar, o sentirte menos sola: entonces sirvió.
No soy ejemplo de nada. Solo soy prueba viviente de que se puede atravesar la tormenta.
Y no salir ilesa… pero sí salir viva.
Y eso ya es muchísimo.
No dejes que te convenzan de que tenés que ser perfecta, fuerte todo el tiempo, sumisa para ser querida, madre santa o hija abnegada.
Tampoco creas que estar rota te quita valor.
Tu historia —como la mía— vale por lo que atravesaste, no por lo que aparentás.
Ojalá esta carta llegue justo cuando estás por rendirte.
O cuando te estás por animar.
O cuando pensás que nadie entiende lo que viviste.
Yo no te conozco, pero te abrazo. Y te creo.
Con cicatrices y esperanza,
Vanina Vergara
mailto:vergaravanina@yahoo.com