Cristo con su doctrina ha proclamado la verdad fundamental del hombre, su libertad y su dignidad sobrenatural, por la gracia de la filiación divina. Cristo tiene «palabras de vida eterna» (Jn 6, 58), y nos ha dejado el encargo de transmitirlas a todas las generaciones hasta el fin de los tiempos. Cada cristiano debe ser testimonio de buena doctrina, testigo –no sólo con el ejemplo: también con la palabra– del mensaje evangélico.
Éste es el criado fiel y solícito a quien el Señor ha puesto al frente de su familia (Antífona de entrada. Lc 12, 42). Esta familia de la que se habla en la Antífona de entrada de la Misa es la Sagrada Familia de Nazaret, el tesoro de Dios en la tierra, que encomendó a san José, «el servidor fiel y prudente», que entregó su vida con alegría y sin medida para sacarla adelante.
La entrega plena de Cristo por nosotros, que culmina en el Calvario, constituye la llamada más apremiante a corresponder a su gran amor para cada uno de nosotros. En la Cruz, Jesús consumó la entrega plena a la voluntad del Padre y el amor por todos los hombres, por cada uno: «me amó y se entregó por mí»
El Señor se conmueve y derrocha sus gracias ante un corazón humilde. La soberbia es el mayor obstáculo que el hombre pone a la gracia divina. Y es el vicio capital más peligroso: se insinúa y tiende a infiltrarse hasta en las buenas obras, haciéndoles perder su condición y su mérito sobrenatural; su raíz está en lo más profundo del hombre (en el amor propio desordenado), y nada hay tan difícil de desarraigar e incluso de llegar a reconocer con claridad.
En el Evangelio de la Misa vemos a Jesús que cura a un endemoniado que era mudo (Lc 11, 14; Mt 9, 32-33). La enfermedad, un mal físico normalmente sin relación con el pecado, es un símbolo del estado en el que se encuentra el hombre pecador; espiritualmente es ciego, sordo, paralítico...
Es muy posible, que en la convivencia de todos los días, alguien nos ofenda, que se porte con nosotros de manera poco noble, que nos perjudique. Y esto, quizá de manera habitual. ¿Hasta siete veces he de perdonar? Es decir, ¿he de perdonar siempre? Conocemos la respuesta del Señor a Pedro, y a nosotros: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete». Es decir, siempre.
El Señor, después de un tiempo de predicación por las aldeas y ciudades de Galilea, vuelve a Nazaret, donde se había criado. Todos habían oído maravillas del hijo de María y esperaban ver cosas extraordinarias.
Muy bienaventurado fue José, asistido en su hora postrera por el mismo Señor y por su Madre... Vencedor de esta mortalidad, aureoladas sus sienes de luz, emigró a la Casa del Padre... (Liturgia de las horas, Himno Iste quem laeti).
Todos somos hijos de Dios y, «siendo hijos, somos también herederos» (Rm 8, 17). La herencia es un conjunto de bienes incalculables y de felicidad sin límites, que sólo en el Cielo alcanzará su plenitud y seguridad completa.
El Evangelio de la Misa de hoy (Mc 7, 31-37) nos comenta el asombro y entusiasmo de la multitud al presenciar atónita los milagros de Jesús: ‘bene omnia fecit’, todo lo ha hecho bien: los grandes prodigios, y las cosas menudas, cotidianas, que a nadie deslumbraron, pero que Cristo realizó con la plenitud de quien es ‘perfectus Deus, perfectus homo’: perfecto Dios y hombre perfecto (Símbolo Quicumque).
En el Evangelio de la Misa (Mc 7, 24-30) contemplamos a Jesús que se conmueve ante la mujer cananea que le pide la curación de su hija. Aquella mujer alcanzó lo que quería y se ganó el corazón del Maestro.
El Señor, que había hecho al hombre a su imagen y semejanza (Gn 1, 27), quiso que participase en su poder creador, transformando la materia, descubriendo los tesoros que encerraba, y que plasmase la belleza en obras de sus manos. El trabajo no fue un castigo, ya que el hombre fue creado ‘ut operaretur’.
A Dios le es tan grato el cumplimiento del Cuarto Mandamiento que lo adornó de incontables promesas de bendición: El que honra a su padre expía sus pecados; y cuando rece será escuchado. Y como el que atesora es el que honra a su madre.
Después de la creación del mundo, Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, lo enriqueció con dones y privilegios sobrenaturales, lo destinó a una felicidad eterna e inefable y ordenó su naturaleza de modo que naciera inclinado a asociarse y a unirse a otros en la sociedad doméstica y en la sociedad civil, que le proporciona lo necesario para la vida.
En este segundo domingo dedicado a San José podemos contemplar las virtudes por las cuales el Santo Patriarca es modelo para todos nosotros. La alabanza y la definición que San Mateo hace de él es: José, su esposo, como era justo...
Durante siete domingos meditaremos la vida de San José, el Santo Patriarca, quien tuvo a su cargo en la tierra a Jesús y María, y nos acogeremos a su patrocinio. San José, después de María, es el mayor de los santos en el Cielo.
La semilla, una vez sembrada, crece con independencia de que el dueño del campo duerma o vele, y sin que sepa cómo se produce. Así es la semilla de la gracia que cae en las almas; si no se le ponen obstáculos, si se le permite crecer, da su fruto sin falta, no dependiendo de quien siembra o de quien riega, sino de Dios que da el incremento.
La vida interior, como el amor, está destinada a crecer: “Si dices basta, ya has muerto” (S. Agustín, Sermón); exige siempre un progreso, corresponder, estar abierto a nuevas gracias. Cuando no se avanza, se retrocede.
Salió el sembrador a _;sembrar su semilla, nos dice el Señor en el Evangelio. Dios siembra la buena semilla en todos los hombres; da a cada uno las ayudas necesarias para su salvación. Nosotros somos colaboradores suyos en su campo.
Tito y Timoteo fueron discípulos de San Pablo. Obispos de Éfeso y Creta, respectivamente. Son los destinatarios de las Cartas llamadas "pastorales" del Apóstol. Timoteo nació en Listra, en Asia Menor, de madre judía y padre gentil y acompañó al Apóstol en muchas de sus tareas misionales como un hijo a su padre.