
En este pasaje somos confrontados con una realidad que el ser humano muchas veces ignora, ya sea por ignorancia propiamente dicha, o adrede. Y esta realidad tiene que ver con un problema existencial de nuestra especie, que es el siguiente: el ser humano no es una raza imperfecta que necesite mejorar, o superarse, o seguir ciertas pautas morales y éticas para poder alcanzar el estándar requerido para ser hecho acepto delante de Dios. Eso es lo que las religiones en general piensan de la raza humana. Eso es lo que muchas filosofías orientales piensan de la raza humana. Pero la revelación divina plasmada en las escrituras nos muestra algo muy diferente a lo que el ser humano piensa de sí mismo y de su posición delante de su creador.
Pues si el caso fuere uno de mera imperfección, o de ni ser tan buenos como Dios quiere que seamos, esa situación sería fácilmente remediable. Pues de este modo, el ser humano sería comparable a un niño inexperto que debe aprender muchas cosas para poder introducirse a la sociedad adulta y desarrollarse como un miembro maduro de su comunidad. Un poco de educación, un poco de formación en ciertas áreas, mucha práctica en los aspectos necesarios, y el ser humano podría ser elevado al estándar requerido para insertarse en la comunidad divina. Y si ese fuera el caso, la ley sería la herramienta perfecta para reformar lo que debe ser reformado en nosotros, mejorar lo que debe ser mejorado, y llevar a todo ser humano obediente a la perfección.
Sin embargo, la realidad que vemos ek nosotros mismos es otra. Y eso es exactamente lo que el apóstol Pablo se propone plantear aquí: y es por este problema existencial, que la ley no puede con la debilidad humana. Que cada vez que la ley manifiesta los deseos y estatutos santos y justos de un Dios que es santo y justo, la naturaleza humana se retuerce y se rebela contra la ley de Dios, manifestando el pecado que asedia la naturaleza misma del ser humano.
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