
Nada hay que aterre tanto la mente humana como el concepto de que hay un Dios por encima de todas las cosas, en los cielos, completamente autosuficiente, completamente auto existente e independiente de toda su creación, que no necesita nada de nosotros, y que sin embargo nos da todo de él, quien un día juzgará a los vivos y a los muertos según lo que cada uno haya hecho.
Pero la Biblia enseña que Dios que tiene su trono en las alturas, bien por encima de todas las cosas, bien por afuera del ámbito terrenal, alto, sublime, exaltado, en cuyas manos están los destinos de los hombres, quien decide cada segundo de nuestra existencia, ese Dios no es un Dios ausente, ni desentendido de su creación, sino que sus ojos miran constantemente y examinan cada acción, cada pensamiento, cada palabra, cada intención.
Y como si eso fuera poco, el apóstol Pablo nos garantiza algo más aterra todavía: Dios no se equivoca en su juicio. Él no utiliza de testigos externos. Él no necesita que nadie le diga lo que sucedió. Él no necesita preguntarle a nadie lo que pasó. Él no necesita recolectar evidencia que pueda ser adulterada y modificada para cambiar la realidad delante de sus ojos. Sino que él es testigo ocular de todo lo que hemos hecho, pensado, y dicho. De modo que cuando él pasa juicio, todo su juicio es según la verdad.