
Al abordar este episodio de la guerra de Cuba, no voy a discutir el asunto de la innegable decadencia del Imperio español por aquellas fechas, ni el modo en que el gobierno corrupto y caciquista de la Restauración gestionó la crisis, tampoco me detendré mucho en analizar la realidad social y económica que se vivía allí, tan sólo recordar las palabras de José Manuel Cuenca en su libro “Historia de España”: “El conjunto de guerras que determinaron la independencia cubana -guerra de los Diez Años (1868-78), guerra Chiquita (1878-1885) y Guerra de Independencia (1895-1898) fueron consecuencia de la contradicción entre el desarrollo de las fuerzas productivas cubanas y el monopolio político y económico español. Los líderes nacionalistas de 1868 eran terratenientes de ideología conservadora, con una visión social muy reducida: la prohibición de la esclavitud fue consecuencia de necesidades estratégicas.” Y más adelante: “Los intereses del establishment peninsular -no tanto los del país real- impedirían que se resolvieran los problemas políticos planteados por las posesiones antillanas” … “El férreo control de la maquinaria administrativa local por parte del Partido Unionista o españolista (que, formado por las clases burocráticas y comerciales españolas, por fabricantes, tenderos y artesanos inmigrantes, afirmaba que, por lógica política, la autonomía debía conducir al separatismo) y, finalmente, la indudable mentalidad asimilacionista, o nacionalista, de Madrid -empeñada en considerar la isla como una provincia española más, sujeta al peculiar centralismo gubernativo- se conjuraron para imposibilitar a tiempo un acuerdo con los rebeldes mambises.” Dicha autonomía se dio tarde y mal, ya en 1897, por el gobierno de Práxedes Mateo Sagasta (por cierto, también se dio a Filipinas), cuando las cosas se hallaban ya demasiado maduras.