
Maritza pensaba que ser cristiana era sinónimo de hipocresía. Para ella, Dios era lejano, castigador y los creyentes, falsos y “aleluyos”. Vivía con enojo, resentimiento y con adicciones. Hasta que, en medio de su deseo de ser una madre distinta, conoció al Dios real, un Dios amoroso, paciente y transformador. Hoy, su vida está llena de hijos (biológica, adoptivos y espirituales) y de un mensaje de salvación que no puede callar.