Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires)
Alexandre Dumas
Capítulo XXXIII
Doncella y señora
Entre tanto, como hemos dicho, pese a los gritos de su conciencia y a los sabios consejos de Athos, D’Artagnan se enamoraba más de hora en hora de Milady; por eso no dejaba de ir ningún día a hacerle una corte a la que el aventurero gascón estaba convencido de que tarde o temprano no podía dejar ella de corresponderle.
Una noche que llegaba orgulloso, ligero como hombre que espera una lluvia de oro, encontró a la doncella en la puerta cochera; pero esta vez la linda Ketty no se contentó con sonreírle al pasar: le cogió dulcemente la mano.
—¡Bueno! —se dijo D’Artagnan—. Estará encargada de algún mensaje para mí de parte de su señora; va a darme alguna cita que no habrá osado darme ella de viva voz.
Y miró a la hermosa niña con el aire más victorioso que pudo adoptar.
—Quisiera deciros dos palabras, señor caballero… —balbuceó la doncella.
—Habla, hija mía, habla —dijo D’Artagnan—, te escucho.
—Aquí, imposible: lo que tengo que deciros es demasiado largo y sobre todo demasiado secreto.
—¡Bueno! Entonces, ¿qué se puede hacer?
—Si el señor caballero quisiera seguirme —dijo tímidamente Ketty.
—Donde tú quieras, hermosa niña.
—Venid entonces.
Y Ketty, que no había soltado la mano de D’Artagnan, lo arrastró por una pequeña escalera sombría y de caracol, y tras haberle hecho subir una quincena de escalones, abrió una puerta.
—Entrad, señor caballero —dijo—, aquí estaremos solos y podremos hablar.
—¿Y de quién es esta habitación, hermosa niña? —preguntó D’Artagnan.
—Es la mía, señor caballero; comunica con la de mi ama por esta puerta. Pero estad tranquilo no podrá oír lo que decimos, jamás se acuesta antes de medianoche.
D’Artagnan lanzó una ojeada alrededor. El cuartito era encantador de gusto y de limpieza; pero, a pesar suyo, sus ojos se fijaron en aquella puerta que Katty le había dicho que conducía a la habitación de Milady.
Ketty adivinó lo que pasaba en el alma del joven, y lanzó un suspiro.
—¡Amáis entonces a mi ama, señor caballero! —dijo ella.
—¡Más de lo que podría decir! ¡Estoy loco por ella!
Ketty lanzó un segundo suspiro.
—¡Ah, señor —dijo ella—, es una lástima!
—¿Y qué diablos ves en ello que sea tan molesto? —preguntó D’Artagnan.
—Es que, señor —prosiguió Ketty— mi ama no os ama.
—¡Cómo! —dijo D’Artagnan—. ¿Te ha encargado ella decírmelo?
—¡Oh, no, señor! Soy yo quien, por interés hacia vos, he tomado la decisión de avisaros.
—Gracias, mi buena Ketty, pero sólo por la intención, porque comprenderás la confidencia no es agradable.
—Es decir, que no creéis lo que os he dicho, ¿verdad?
—Siempre cuesta creer cosas semejantes, hermosa niña, aunque no sea más que por amor propio.
—¿Entonces no me creéis?
—Confieso que hasta que no te dignes darme algunas pruebas de lo que me adelantáis.
Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires)
Alexandre Dumas
Capítulo XXXII
Una cena de procurador
Mientras tanto, el duelo en el que Porthos había jugado un papel tan brillante no le había hecho olvidar la cena a la que le había invitado la mujer del procurador. Al día siguiente, hacia la una, se hizo dar la última cepillada por Mosquetón, y se encaminó hacia la calle Aux Ours, con el paso de un hombre que tiene dos veces suerte.
Su corazón palpitaba, pero no era, como el de D’Artagnan, por un amor joven e impaciente. No, un interés más material le latigaba la sangre, iba por fin a franquear aquel umbral misterioso, a subir aquella escalinata desconocida que habían construido, uno a uno, los viejos escudos de maese Coquenard.
Iba a ver, en realidad, cierto arcón cuya imagen había visto veinte veces en sus sueños; arcón de forma alargada y profunda, lleno de cadenas y cerrojos, empotrado en el suelo; arcón del que con tanta frecuencia había oído hablar, y que las manos algo secas, cierto, pero no sin elegancia, de la procuradora, iban a abrir a sus miradas admiradoras.
Y luego él, el hombre errante por la tierra, el hombre sin fortuna, el hombre sin familia, el soldado habituado a los albergues, a los tugurios; a las tabernas, a las posadas, el gastrónomo forzado la mayor parte del tiempo a limitarse a bocados de ocasión, iba a probar comidas caseras, a saborear un interior confortable y a dejarse mimar con esos pequeños cuidados que cuanto más duro es uno más placen, como dicen los viejos soldadotes.
Venir en calidad de primo a sentarse todos los días a una buena mesa, desarrugar la frente amarilla y arrugada del viejo procurador, desplumar algo a los jóvenes pasantes enseñándoles la baceta, el passedix y el lansquenete[152] en sus jugadas más finas, y ganándoles a manera de honorarios por la lección que les daba en una hora sus ahorros de un mes, todo esto hacía sonreír enormemente a Porthos.
El mosquetero recordaba bien, de aquí y de allá, las malas ideas que corrían en aquel tiempo sobre los procuradores y que les han sobrevivido: la tacañería, los recortes, los días de ayuno, pero como después de todo, salvo algunos accesos de economía que Porthos había encontrado siempre muy intempestivos, había visto a la procuradora bastante liberal, para una procuradora, por supuesto, esperó encontrar una casa montada de forma halagüeña.
Sin embargo, a la puerta el mosquetero tuvo algunas dudas: el comienzo era para animar a la gente: alameda hedionda y negra, escalera mal aclarada por barrotes a través de los cuales se filtraba la luz de un patio vecino; en el primer piso una puerta baja y herrada con enormes clavos como la puerta principal de Grand Chátelet.
Porthos llamó con el dedo: un pasante alto, pálido y escondido bajo una selva virgen de pelo, vino a abrir y saludó con aire de hombre obligado a respetar en otro al mismo tiempo la altura que indica la fuerza, el uniforme militar que indica el estado, y la cara bermeja que indica el hábito de vivir bien.
Otro pasante más pequeño tras el primero, otro pasante más alto tras el segundo, un mandadero de doce años tras el tercero.
En total, tres pasantes y medio; lo cual, para la época, anunciaba un bufete de los más surtidos.
Aunque el mosquetero sólo tenía que llegar a la una, desde medio día la procuradora tenía el ojo avizor y contaba con el corazón y quizá también con el estómago de su adorador para que adelantase la hora.
Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires)
Alexandre Dumas
Capítulo XXXI
Ingleses y franceses
Llegada la hora, se dirigieron con los cuatro lacayos hacia el Luxemburgo, a un recinto abandonado a las cabras. Athos dio una moneda al cabrero para que se alejase. Los lacayos fueron encargados de hacer de centinelas.
Inmediatamente una tropa silenciosa se aproximó al mismo recinto, penetró en él y se unió a los mosqueteros; luego tuvieron lugar las presentaciones según las costumbres de ultramar.
Los ingleses eran todas personas de la mayor calidad, los nombres extraños de sus adversarios fueron, pues, para ellos tema no sólo de sorpresa sino aun de inquietud.
—Pero a todo esto —dijo lord de Winter cuando los tres amigos hubieron dado sus nombres—, no sabemos quiénes sois, y nosotros no nos batiremos con nombres semejantes; son nombres de pastores.
—Como bien suponéis, milord, son nombres falsos —dijo Athos.
—Lo cual nos da aún mayor deseo de conocer los nombres verdaderos —respondió el inglés.
—Habéis jugado de buena gana contra nosotros sin conocerlos —dijo Athos—, y con ese distintivo nos habéis ganado nuestros dos caballos.
—Cierto, pero no arriesgábamos más que nuestras pistolas; esta vez arriesgamos nuestra sangre: se juega con todo el mundo, pero uno sólo se bate con sus iguales.
—Eso es justo —dijo Athos. Y llevó aparte a aquel de los cuatro ingleses con el que debía batirse y le dijo su nombre en voz baja.
Porthos y Aramis hicieron otro tanto por su lado.
—¿Os basta eso —dijo Athos a su adversario—, y me creéis tan gran señor como para hacerme la gracia de cruzar la espada conmigo?
—Sí, señor —dijo el inglés inclinándose.
—Y bien, ahora, ¿queréis que os diga una cosa? —repuso fríamente Athos.
—¿Cuál? —preguntó el inglés.
—Nunca deberíais haberme exigido que me diese a conocer.
—¿Por qué?
—Porque se me cree muerto, porque tengo razones para desear que no se sepa que vivo, y porque voy a verme obligado a mataros, para que mi secreto no corra por ahí.
El inglés miró a Athos, creyendo que éste bromeaba; pero Athos no bromeaba por nada del mundo.
—Señores —dijo dirigiéndose al mismo tiempo a sus compañeros y a sus adversarios—, ¿estamos?
—Sí —respondieron todos a una, ingleses y franceses.
—Entonces, en guardia —dijo Athos.
Y al punto, ocho espadas brillaron a los rayos del crepúsculo, y el combate comenzó con un encarnizamiento muy natural entre gentes dos veces enemigas.
Athos luchaba con tanta calma y método como si estuviera en una sala de armas.
Porthos, corregido sin duda de su excesiva confianza por su aventura de Chantilly, hacía un juego lleno de sutileza y prudencia.
Aramis, que tenía que terminar el tercer canto de su poema, se apresuraba como hombre muy ocupado.
Athos fue el primero en matar a su adversario: no le había lanzado más que una estocada, pero como había avisado, el golpe había sido mortal, la espada le atravesó el corazón.
Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires)
Alexandre Dumas
Capítulo XXX
Milady
D’Artagnan había seguido a Milady sin ser notado por ella; la vio subir a su carroza y la oyó dar a su cochero la orden de ir a Saint-Germain.
Era inútil tratar de seguir a pie un coche llevado al trote por dos vigorosos caballos. D’Artagnan volvió, por tanto, a la calle Férou.
En la calle de Seine encontró a Planchet que se hallaba parado ante la tienda de un pastelero y que parecía extasiado ante un brioche de la forma más apetecible.
Le dio orden de ir a ensillar dos caballos a las cuadras del señor de Tréville, uno para él, D’Artagnan, y otro para Planchet, y venir a reunírsele a casa de Athos, porque el señor de Tréville había puesto sus cuadras de una vez por todas al servicio de D’Artagnan.
Planchet se encaminó hacia la calle del Colombier y D’Artagnan hacia la calle Férou. Athos estaba en su casa vaciando tristemente una de las botellas de aquel famoso vino español que había traído de su viaje a Picardía. Hizo señas a Grimaud de traer un vaso para D’Artagnan y Grimaud obedeció como de costumbre.
D’Artagnan contó entonces a Athos todo cuanto había pasado en la iglesia entre Porthos y la procuradora, y cómo para aquella hora su compañero estaba probablemente en camino de equiparse.
—Pues yo estoy muy tranquilo —respondió Athos a todo este relato—; no serán las mujeres las que hagan los gastos de mi arnés.
—Y, sin embargo, hermoso, cortés, gran señor como sois, mi querido Athos, no habría ni princesa ni reina a salvo de vuestros dardos amorosos.
—¡Qué joven es este D’Artagnan! —dijo Athos, encogiéndose de hombros.
E hizo señas a Grimaud para que trajera una segunda botella.
En aquel momento Planchet pasó humildemente la cabeza por la puerta entreabierta y anunció a su señor que los dos caballos estaban allí.
—¿Qué caballos? —preguntó Athos.
—Dos que el señor de Tréville me presta para el paseo y con los que voy a dar una vuelta por Saint-Germain.
—¿Y qué vais a hacer a Saint-Germain? —preguntó aún Athos.
Entonces D’Artagnan le contó el encuentro que había tenido en la iglesia, y cómo había vuelto a encontrar a aquella mujer que, con el señor de la capa negra y la cicatriz junto a la sien, era su eterna preocupación.
—Es decir, que estáis enamorado de ella, como lo estáis de la señora Bonacieux —dijo Athos encogiéndose desdeñosamente de hombros como si se compadeciese de la debilidad humana.
—¿Yo? ¡Nada de eso! —exclamó D’Artagnan—. Sólo tengo curiosidad por aclarar el misterio con el que está relacionada. No sé por qué, pero me imagino que esa mujer, por más desconocida que me sea y por más desconocido que yo sea para ella, tiene una influencia en mi vida.
—De hecho, tenéis razón —dijo Athos—. No conozco una mujer que merezca la pena que se la busque cuando está perdida. La señora Bonacieux está perdida, ¡tanto peor para ella! ¡Que ella misma se encuentre!
—No, Athos, no, os engañáis —dijo D’Artagnan—; amo a mi pobre Constance más que nunca, y si supiese el lugar en que está, aunque fuera en el fin del mundo, partiría para sacarla de las manos de sus verdugos; pero lo ignoro, todas mis búsquedas han sido inútiles. ¿Qué queréis? Hay que distraerse.
Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires)
Alexandre Dumas
Capítulo XXIX
La caza del equipo
El más preocupado de los cuatro amigos era, por supuesto, D’Artagnan, aunque D’Artagnan, en su calidad de guardia, fuera más fácil de equipar que los señores mosqueteros, que eran señores; pero nuestro cadete de Gascuña era, como se habrá podido ver, de un carácter previsor y casi avaro, aunque también fantasioso hasta el punto (explicad los contrarios) de poderse comparar con Porthos. A aquella preocupación de su vanidad D’Artagnan unía en aquel momento una inquietud menos egoísta. Pese a algunas informaciones que había podido recibir sobre la señora Bonacieux, no le había llegado ninguna noticia. El señor de Tréville había hablado de ello a la reina: la reina ignoraba dónde estaba la joven mercera y habría prometido hacerla buscar. Pero esta promesa era muy vaga y apenas tranquilizadora para D’Artagnan.
Athos no salía de su habitación: había decidido no arriesgar una zancada para equiparse.
—Nos quedan quince días —les decía a sus amigos—; pues bien, si al cabo de quince días no he encontrado nada mejor, si nada ha venido a encontrarme, como soy buen católico para romperme la cabeza de un disparo, buscaré una buena pelea a cuatro guardias de su Eminencia o a ocho ingleses y me batiré hasta que haya uno que me mate, lo cual, con esa cantidad, no puede dejar de ocurrir. Se dirá entonces que he muerto por el rey, de modo que habré cumplido con mi deber sin tener necesidad de equiparme.
Porthos seguía paseándose con las manos a la espalda, moviendo la cabeza de arriba abajo y diciendo:
—Sigo en mi idea.
Aramis, inquieto y despeinado, no decía nada.
Por estos detalles desastrosos puede verse que la desolación reinaba en la comunidad.
Los lacayos, por su parte, como los corceles de Hipólito[149], compartían la triste pena de sus amos. Mosquetón hacía provisiones de mendrugos de pan; Bazin, que siempre se había dado a la devoción, no dejaba las iglesias; Planchet miraba volar las moscas, y Grimaud, al que la penuria general no podía decidir a romper el silencio impuesto por su amo, lanzaba suspiros como para enternecer a las piedras.
Los tres amigos, porque, como hemos dicho, Athos había jurado no dar un paso para equiparse, los tres amigos salían, pues, al alba y volvían muy tarde. Erraban por las calles mirando al suelo para saber si las personas que habían pasado antes que ellos no habían dejado alguna bolsa. Se hubiera dicho que seguían pistas, tan atentos estaban por donde quiera que iban. Cuando se encontraban, tenían miradas desoladas que querían decir: ¿Has encontrado algo?
Sin embargo como Porthos había sido el primero en dar con su idea y como había persistido en ella, fue el primero en actuar. Era un hombre de acción aquel digno Porthos. D’Artagnan lo vio un día encaminarse hacia la iglesia de Saint-Leu, y lo siguió instintivamente: entró en el lugar santo después de haberse atusado el mostacho y estirado su perilla, lo cual anunciaba de su parte las intenciones más conquistadoras. Como D’Artagnan tomaba algunas precauciones para esconderse, Porthos creyó no haber sido visto. D’Artagnan entró tras él; Porthos fue a situarse al lado de un pilar; D’Artagnan, siempre sin ser visto, se apoyó en otro.
Precisamente había sermón, lo cual hacía que la iglesia estuviera abarrotada. Porthos aprovechó la circunstancia para echar una ojeada a las mujeres; gracias a los buenos cuidados de Mosquetón, el exterior estaba lejos de anunciar las penurias del interior: su sombrero estaba ciertamente algo pelado, su pluma descolorida, sus brocados algo deslustrados, sus puntillas bastante raídas, pero a media luz todas estas bagatelas desaparecían y Porthos seguía siendo el bello Porthos.
Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires)
Alexandre Dumas
Capítulo XXVIII
El regreso
D’Artagnan había quedado aturdido por la horrible confesión de Athos; sin embargo, muchas de las cosas parecían oscuras en aquella semirrevelación; en primer lugar, había sido hecha por un hombre completamente ebrio a un hombre que lo estaba a medias, y no obstante, pese a esa ola que hace subir al cerebro el vaho de dos o tres botellas de borgoña, D’Artagnan, al despertarse al día siguiente, tenía cada palabra de Athos tan presente en su espíritu como si a medida que habían caído de su boca se hubieran impreso en su espíritu. Toda aquella duda no hizo sino darle un deseo más vivo de llegar a una certidumbre, y pasó a la habitación de su amigo con la intención bien meditada de reanudar su conversación de la víspera; pero encontró a Athos con la cabeza completamente sentada, es decir, el más fino y más impenetrable de los hombres.
Por lo demás, el mosquetero, después de haber cambiado con él un apretón de manos, se le adelantó con el pensamiento.
—Estaba muy borracho ayer, mi querido D’Artagnan —dijo—; me he dado cuenta esta mañana por mi lengua, que estaba todavía muy espesa y por mi pulso, que aún estaba muy agitado; apuesto a que dije mil extravagancias.
Y al decir estas palabras miró a su amigo con una fijeza que lo embarazó.
—No —replicó D’Artagnan—, y si no recuerdo mal, no habéis dicho nada muy extraordinario.
—¡Ah, me asombráis! Creía haberos contado una historia de las más lamentables.
Y miraba al joven como si hubiera querido leer en lo más profundo de su corazón.
—A fe mía —dijo D’Artagnan—, parece que yo estaba aún más borracho que vos, puesto que no me acuerdo de nada.
Athos no se fió de esta palabra y prosiguió:
—No habréis dejado de notar, mi querido amigo, que cada cual tiene su clase de borrachera: triste o alegre; yo tengo la borrachera triste, y cuando alguna vez me emborracho, mi manía es contar todas las historias lúgubres que la tonta de mi nodriza me metió en el cerebro. Ese es mi defecto, defecto capital, lo admito; pero, dejando eso a un lado, soy buen bebedor.
Athos decía esto de una forma tan natural que D’Artagnan quedó confuso en su convicción.
—Oh, de algo así me acuerdo, en efecto —prosiguió el joven tratando de volver a coger la verdad—, me acuerdo de algo así como que hablamos de ahorcados, pero como se acuerda uno de un sueño.
—¡Ah, lo veis! —dijo Athos palideciendo y, sin embargo, tratando de reír—. Estaba seguro, los ahorcados son mi pesadilla.
—Sí, sí —prosiguió D’Artagnan—, y, ya está, la memoria me vuelve: sí, se trataba…, esperad…, se trataba de una mujer.
—¿Lo veis? —respondió Athos volviéndose casi lívido—. Es mi famosa historia de la mujer rubia, y cuando la cuento es que estoy borracho perdido.
—Sí, eso es —dijo D’Artagnan—, la historia de la mujer rubia, alta y hermosa, de ojos azules.
—Sí, y colgada.
—Por su marido, que era un señor de vuestro conocimiento continuó D’Artagnan mirando fijamente a Athos.
—¡Y bien! Ya veis cómo se compromete un hombre cuando no sabe lo que se dice —prosiguió Athos encogiéndose de hombros como si tuviera piedad de sí mismo—. Decididamente, no quiero emborracharme más, D’Artagnan, es una mala costumbre.
Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires)
Alexandre Dumas
Capítulo XXVII
La mujer de Athos
–Ahora sólo queda saber nuevas de Athos —dijo D’Artagnan al fogoso Aramis, una vez que lo hubo puesto al corriente de lo que había pasado en la capital después de su partida, y mientras una excelente comida hacía olvidar a uno su tesis y al otro su fatiga.
—¿Creéis, pues, que le habrá ocurrido alguna desgracia? —preguntó Aramis—. Athos es tan frío, tan valiente y maneja tan hábilmente su espada…
—Sí, sin duda, y nadie reconoce más que yo el valor y la habilidad de Athos; pero yo prefiero sobre mi espada el choque de las lanzas al de los bastones; temo que Athos haya sido zurrado por el hatajo de lacayos, los criados son gentes que golpean fuerte y que no terminan pronto. Por eso, os lo confieso, quisiera partir lo antes posible.
—Yo trataré de acompañaros —dijo Aramis—, aunque aún no me siento en condiciones de montar a caballo. Ayer ensayé la disciplina que veis sobre ese muro, y el dolor me impidió continuar ese piadoso ejercicio.
—Es que, amigo mío, nunca se ha visto intentar curar un escopetazo a golpes de disciplina; pero estabais enfermo, y la enfermedad debilita la cabeza, lo que hace que os excuse.
—¿Y cuándo partís?
—Mañana, al despuntar el alba; reposad lo mejor que podáis esta noche y mañana, si podéis, partiremos juntos.
—Hasta mañana, pues —dijo Aramis—; porque por muy de hierro que seáis, debéis tener necesidad de reposo.
Al día siguiente, cuando D’Artagnan entró en la habitación de Aramis, lo encontró en su ventana.
—¿Qué miráis ahí? —preguntó D’Artagnan.
—¡A fe mía! Admiro esos tres magníficos caballos que los mozos de cuadra tienen de la brida; es un placer de príncipe viajar en semejantes monturas.
—Pues bien, mi querido Aramis, os daréis ese placer, porque uno de esos caballos es para vos.
—¡Huy! ¿Cuál?
—El que queráis de los tres, yo no tengo preferencia.
—¿Y el rico caparazón que te cubre es mío también?
—Claro.
—¿Queréis reíros, D’Artagnan?
—Yo no río desde que vos habláis francés.
—¿Son para mí esas fundas doradas, esa gualdrapa de terciopelo, esa silla claveteada de plata?
—Para vos, como el caballo que piafa es para mí, y como ese otro caballo que caracolea es para Athos.
—¡Peste! Son tres animales soberbios.
—Me halaga que sean de vuestro gusto.
—¿Es el rey quien os ha hecho ese regalo?
—A buen seguro que no ha sido el cardenal; pero no os preocupéis de dónde vienen, y pensad sólo que uno de los tres es de vuestra propiedad.
—Me quedo con el que lleva el mozo de cuadra pelirrojo.
—¡De maravilla!
Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires)
Alexandre Dumas
Capítulo XXVI
La tesis de Aramis
D’Artagnan no había dicho a Porthos nada de su herida ni de su procuradora. Era nuestro bearnés un muchacho muy prudente, aunque fuera joven. En consecuencia, había fingido creer todo lo que le había contado el glorioso mosquetero, convencido de que no hay amistad que soporte un secreto sorprendido, sobre todo cuando este secreto afecta al orgullo; además, siempre se tiene cierta superioridad moral sobre aquellos cuya vida se sabe.
Y D’Artagnan, en sus proyectos de intriga futuros, y decidido como estaba a hacer de sus tres compañeros los instrumentos de su fortuna, D’Artagnan no estaba molesto por reunir de antemano en su mano los hilos invisibles con cuya ayuda contaba dirigirlos.
Sin embargo, a lo largo del camino, una profunda tristeza le oprimía el corazón; pensaba en aquella joven y bonita señora Bonacieux, que debía pagarle el precio de su adhesión; pero, apresurémonos a decirlo, aquella tristeza en el joven provenía no tanto del pesar de su felicidad perdida cuanto de la inquietud que experimentaba porque le pasase algo a aquella pobre mujer. Para él no había ninguna duda: era víctima de una venganza del cardenal y, como se sabe, las venganzas de Su Eminencia eran terribles. Cómo había encontrado él gracia a los ojos del ministro, es lo que él mismo ignoraba y sin duda lo que le hubiese revelado el señor de Cavois si el capitán de los guardias le hubiera encontrado en su casa.
Nada hace marchar al tiempo ni abrevia el camino como un pensamiento que absorbe en sí mismo todas las facultades del organismo de quien piensa. La existencia exterior parece entonces un sueño cuya ensoñación es ese pensamiento. Gracias a su influencia, el tiempo no tiene medida, el espacio no tiene distancia. Se parte de un lugar y se llega a otro, eso es todo. Del intervalo recorrido nada queda presente a vuestro recuerdo más que una niebla vaga en la que se borran mil imágenes confusas de árboles, de montañas y de paisajes. Fue así, presa de una alucinación, como D’Artagnan franqueó, al trote que quiso tomar su caballo, las seis a ocho leguas que separan Chantilly de Crèvecceur, sin que al llegar a esta ciudad se acordase de nada de lo que había encontrado en su camino.
Sólo allí le volvió la memoria, movió la cabeza, divisó la taberna en que había dejado a Aramis y, poniendo su caballo al trote, se detuvo en la puerta.
Aquella vez no fue un hostelero, sino una hostelera quien lo recibió; D’Artagnan era fisonomista, envolvió de una ojeada la gruesa cara alegre del ama del lugar, y comprendió que no había necesidad de disimular con ella ni había nada que temer de parte de una fisonomía tan alegre.
—Mi buena señora —le preguntó D’Artagnan—, ¿podríais decirme qué ha sido de uno de mis amigos, a quien nos vimos forzados a dejar aquí hace una docena de días?
—¿Un guapo joven de veintitrés a veinticuatro años, dulce, amable, bien hecho?
—¿Y además herido en un hombro?
—Eso es.
—Precisamente.
—Pues bien, señor sigue estando aquí.
—¡Bien, mi querida señora! —dijo D’Artagnan poniendo pie en tierra y lanzando la brida de su caballo al brazo de Planchet—. Me devolvéis la vida. ¿Dónde está mi querido Aramis, para que lo abrace? Porque, lo confieso, tengo prisa por volverlo a ver.
—Perdón, señor, pero dudo de que pueda recibiros en este momento.
—¿Y eso por qué? ¿Es que está con una mujer?
—¡Jesús! ¡No digáis eso! ¡El pobre muchacho! No, señor, no está con una mujer.
Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires)
Alexandre Dumas
Capítulo XXV
Porthos
En lugar de regresar a su casa directamente, D’Artagnan puso pie en tierra ante la puerta del señor de Tréville y subió rápidamente la escalera. Aquella vez estaba decidido a contarle todo lo que acababa de pasar. Sin duda, él daría buenos consejos en todo aquel asunto; además, como el señor de Tréville veía casi a diario a la reina, quizá podría sacar a Su Majestad alguna información sobre la pobre mujer a quien sin duda se hacía pagar su adhesión a su señora.
El señor de Tréville escuchó el relato del joven con una gravedad que probaba que había algo más en toda aquella aventura que una intriga de amor; luego, cuando D’Artagnan hubo acabado:
—¡Hum! —dijo—. Todo esto huele a Su Eminencia a una legua.
—Pero ¿qué hacer? —dijo D’Artagnan.
—Nada, absolutamente nada ahora sólo abandonar París como os he dicho, lo antes posible. Yo veré a la reina, le contaré los detalles de la desaparición de esa pobre mujer, que ella sin duda ignora; estos detalles la orientarán por su lado, y a vuestro regreso, quizá tenga yo alguna buena nueva que deciros. Dejadlo en mis manos.
D’Artagnan sabía que, aunque gascón el señor de Tréville no tenía la costumbre de prometer, y que cuando por azar prometía, mantenía, y con creces, lo que había prometido. Saludó, pues, lleno de agradecimiento por el pasado y por el futuro, y el digno capitán, que por su lado sentía vivo interés por aquel joven tan valiente y tan resuelto, le apretó afectuosamente la mano deseándole un buen viaje.
Decidido a poner los consejos del señor de Tréville en práctica en aquel mismo instante, D’Artagnan se encaminó hacia la calle des Fossoyeurs, a fin de velar por la preparación de su equipaje. Al acercarse a su casa, reconoció al señor Bonacieux en traje de mañana, de pie ante el umbral de su puerta. Todo lo que le había dicho la víspera el prudente Planchet sobre el carácter siniestro de su huésped volvió entonces a la memoria de D’Artagnan que lo miró más atentamente de lo que hasta entonces había hecho. En efecto, además de aquella palidez amarillenta y enfermiza que indica la filtración de la bilis en la sangre y que por el otro lado podía ser sólo accidental, D’Artagnan observó algo de sinuosamente pérfido en la tendencia a las arrugas de su cara. Un bribón no ríe de igual forma que un hombre honesto, un hipócrita no llora con las lágrimas que un hombre de buena fe. Toda falsedad es una máscara, y por bien hecha que esté la máscara, siempre se llega, con un poco de atención, a distinguirla del rostro.
Le pareció pues, a D’Artagnan que el señor Bonacieux llevaba una máscara, e incluso que aquella máscara era de las más desagradables de ver.
En consecuencia, vencido por su repugnancia hacia aquel hombre, iba a pasar por delante de él sin hablarle cuando, como la víspera, el señor Bonacieux lo interpeló:
—¡Y bien, joven —le dijo—, parece que andamos de juerga! ¡Diablos, las siete de la mañana! Me parece que os apartáis de las costumbres recibidas y que volvéis a la hora en que los demás salen.
—No se os hará a vos el mismo reproche, maese Bonacieux —dijo el joven—, y sois modelo de las gentes ordenadas. Es cierto que cuando se pone una mujer joven y bonita, no hay necesidad de correr detrás de la felicidad; es la felicidad la que viene a buscaros, ¿no es así, señor Bonacieux?
Bonacieux se puso pálido como la muerte y muequeó una sonrisa.
—¡Ah, ah! —dijo Bonacieux—. Sois un compañero bromista. Pero ¿dónde diablos habéis andado de correría esta noche, mi joven amigo? Parece que no hacía muy buen tiempo en los atajos.
Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires)
Alexandre Dumas
Capítulo XXIV
El pabellón
Alas nueve, D’Artagnan estaba en el palacio de los Guardias; encontró a Planchet armado. El cuarto caballo había llegado.
Planchet estaba armado con su mosquetón y una pistola.
D’Artagnan tenía su espada y pasó dos pistolas a su cintura, luego los dos montaron cada uno en un caballo y se alejaron sin ruido. Hacía noche cerrada, y nadie los vio salir. Planchet se puso a continuación de su amo, y marchó a diez pasos tras él.
D’Artagnan cruzó los muelles, salió por la puerta de la Conférence[120] y siguió luego el camino, más hermoso entonces que hoy, que conduce a Saint-Cloud.
Mientras estuvieron en la ciudad, Planchet guardó respetuosamente la distancia que se había impuesto; pero cuando el camino comenzó a volverse más desierto y más oscuro, fue acercándose lentamente; de tal modo que cuando entraron en el bosque de Boulogne, se encontró andando codo a codo con su amo. En efecto, no debemos disimular que la oscilación de los corpulentos árboles y el reflejo de la luna en los sombríos matojos le causaban viva inquietud. D’Artagnan se dio cuenta de que algo extraordinario ocurría en su lacayo.
—¡Y bien, señor Planchet! —le preguntó—. ¿Nos pasa algo?
—¿No os parece, señor, que los bosques son como iglesias?
—¿Y eso por qué, Planchet?
—Porque tanto en éstas como en aquéllos nadie se atreve a hablar en voz alta.
—¿Por qué no te atreves a hablar en voz alta, Planchet? ¿Porque tienes miedo?
—Miedo a ser oído, sí, señor.
—¡Miedo a ser oído! Nuestra conversación es sin embargo moral, mi querido Planchet, y nadie encontraría nada qué decir de ella.
—¡Ay, señor! —repuso Planchet volviendo a su idea madre—. Ese señor Bonacieux tiene algo de sinuoso en sus cejas y de desagradable en el juego de sus labios.
—¿Quién diablos te hace pensar en Bonacieux?
—Señor, se piensa en lo que se puede y no en lo que se quiere.
—Porque eres un cobarde, Planchet.
—Señor, no confundamos la prudencia con la cobardía; la prudencia es una virtud.
—Y tú eres virtuoso, ¿no es así, Planchet?
—Señor, ¿no es aquello el cañón de un mosquete que brilla? ¿Y si bajáramos la cabeza?
—En verdad —murmuró D’Artagnan, a quien las recomendaciones del señor de Tréville volvían a la memoria—, en verdad, este animal terminará por meterme miedo.
Y puso su caballo al trote.
Planchet siguió el movimiento de su amo, exactamente como si hubiera sido su sombra, y se encontró trotando tras él.
—¿Es que vamos a caminar así toda la noche, señor? —preguntó.
—No, Planchet, porque tú has llegado ya.
—¿Cómo que he llegado? ¿Y el señor?
—Yo voy a seguir todavía algunos pasos.
—¿Y el señor me deja aquí solo?
—¿Tienes miedo Planchet?
—No, pero sólo hago observar al señor que la noche será muy fría, que los relentes dan reumatismos y que un lacayo que tiene reumatismos es un triste servidor,...
Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires)
Alexandre Dumas
Capítulo XXIII
La cita
D’Artagnan volvió a su casa a todo correr, y aunque eran más de las tres de la mañana y aunque tuvo que atravesar los peores barrios de París, no tuvo ningún mal encuentro. Ya se sabe que hay un dios que vela por los borrachos y los enamorados.
Encontró la puerta de su casa entreabierta, subió su escalera, y llamó suavemente y de una forma convenida entre él y su lacayo. Planchet, a quien dos horas antes había enviado del palacio del Ayuntamiento recomendándole que lo esperase, vino a abrirle la puerta.
—¿Alguien ha traído una carta para mí? —preguntó vivamente D’Artagnan.
—Nadie ha traído ninguna carta, señor —respondió Planchet—; pero hay una que ha venido totalmente sola.
—¿Qué quieres decir, imbécil?
—Quiero decir que al volver, aunque tenía la llave de vuestra casa en mi bolsillo y aunque esa llave no me haya abandonado, he encontrado una carta sobre el tapiz verde de la mesa, en vuestro dormitorio.
—¿Y dónde está esa carta?
—La he dejado donde estaba, señor. No es natural que las cartas entren así en casa de las gentes. Si la ventana estuviera abierta, o solamente entreabierta, no digo que no; pero no, todo estaba herméticamente cerrado. Señor, tened cuidado, porque a buen seguro hay alguna magia en ella.
Durante este tiempo, el joven se había lanzado a la habitación y abierto la carta; era de la señora Bonacieux y estaba concebida en estos términos:
Hay vivos agradecimientos que haceros y que transmitiros. Estad esta noche hacia las diez en Saint-Cloud, frente al pabellón que se alza en la esquina de la casa del señor D’Estrées.[116]
C. B.
Al leer aquella carta, D’Artagnan sentía su corazón dilatarse y encogerse con ese dulce espasmo que tortura y acaricia el corazón de los amantes.
Era el primer billete que recibía, era la primera cita que se le concedía. Su corazón, henchido por la embriaguez de la alegría, se sentía presto a desfallecer sobre el umbral de aquel paraíso terrestre que se llamaba el amor.
—¡Y bien, señor! —dijo Planchet, que había visto a su amo enrojecer y palidecer sucesivamente—. ¿No es justo lo que he adivinado y que se trata de algún asunto desagradable?
—Te equivocas, Planchet —respondió D’Artagnan—, y la prueba es que ahí tienes un escudo para que bebas a mi salud.
—Agradezco al señor el escudo que me da, y le prometo seguir exactamente sus instrucciones; pero no es menos cierto que las cartas que entran así en las casas cerradas…
—Caen del cielo, amigo mío, caen del cielo.
—Entonces, ¿el señor está contento? —preguntó Planchet.
—¡Mi querido Planchet, soy el más feliz de los hombres!
—¿Puedo aprovechar la felicidad del señor para irme a acostar?
—Sí, vete.
—Que todas las bendiciones del cielo caigan sobre el señor, pero no es menos cierto que esa carta…
Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires)
Alexandre Dumas
Capítulo XXII
El ballet de la Merlaison
Al día siguiente no se hablaba en todo París más que del baile que los señores regidores de la villa darían al rey y a la reina, y en el cual sus Majestades debían bailar el famoso ballet de la Merlaison[111], que era el ballet favorito del rey.
En efecto, desde hacía ocho días se preparaba todo en el Ayuntamiento para aquella velada solemne. El carpintero de la villa había levantado los estrados sobre los que debían permanecer las damas invitadas; el tendera del Ayuntamiento había adornado las salas con doscientas velas de cera blanca, lo cual era un lujo inaudito para aquella época; en fin, veinte violines habían sido avisados, y el precio que se les daba había sido fijado en el doble del precio ordinario, dado que, según este informe, debían tocar durante toda la noche.
A las diez de la mañana, el señor de La Coste, abanderado de los guardias del rey, seguido de dos exentos y de varios arqueros del cuerpo, vino a pedir al escribano de la villa, llamado Clément, todas las llaves de puertas, habitaciones y oficinas del Ayuntamiento. Aquellas llaves le fueron entregadas al instante; cada una de ellas llevaba un billete que debía servir para hacerla reconocer, y a partir de aquel momento el señor de La Coste quedó encargado de la guardia de todas las puertas y todas las avenidas.
A las once vino a su vez Duhallier, capitán de los guardias, trayendo consigo cincuenta arqueros que se repartieron al punto por el Ayuntamiento, en las puertas que les habían sido asignadas.
A las tres llegaron dos compañías de guardias, una francesa, otra suiza. La compañía de los guardias franceses estaba compuesta: la mitad por hombres del señor Duhallier[112], la otra mitad por hombres del señor des Essarts.
A las seis de la tarde, los invitados comenzaron a entrar. A medida que entraban, eran colocados en el salón, sobre los estrados preparados.
A las nueve llegó la señora primera presidenta. Como era después de la reina la persona de mayor consideración de la fiesta, fue recibida por los señores del Ayuntamiento y colocada en el palco frontero al que debía ocupar la reina.
A las diez se trajo la colación de confituras para el rey en la salita del lado de la iglesia Saint-Jean, y ello frente al aparador de plata del Ayuntamiento, que era guardado por cuatro arqueros.
A medianoche se oyeron grandes gritos y numerosas aclamaciones: era el rey que avanzaba a través de las calles que conducen del Louvre al palacio del Ayuntamiento, y que estaban iluminadas con linternas de color.
Al punto los señores regidores, vestidos con sus trajes de paño y precedidos por seis sargentos, cada uno de los cuales llevaba un hachón en la mano, fueron ante el rey, a quien encontraron en las gradas, donde el preboste de los comerciantes le dio la bienvenida, cumplida la cual Su Majestad respondió excusándose de haber venido tan tarde, pero cargando la culpa sobre el señor cardenal, que lo había retenido hasta las once para hablar de los asuntos del Estado.
Su Majestad, en traje de ceremonia, estaba acompañado por S. A. R. Monsieur[113], por el conde de Soissons, por el gran prior[114], por el duque de Longueville, por el duque D’Elbeuf, por el conde D’Harcourt, por el conde de La Roche-Guyon, por el señor de Liancourt, por el señor de Baradas[115], por el conde de Cramail y por el caballero de Souveray.
Todos observaron que el rey tenía aire triste y preocupado.
Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires)
Alexandre Dumas
Capítulo XXI
La condesa de Winter
Durante el camino, el duque se hizo poner al corriente por D’Artagnan no de cuanto había pasado, sino de lo que D’Artagnan sabía. Al unir lo que había oído salir de la boca del joven a sus recuerdos propios, pudo, pues, hacerse una idea bastante exacta de una situación, de cuya gravedad, por lo demás, la carta de la reina, por corta y poco explícita que fuese, le daba la medida. Pero lo que le extrañaba sobre todo es que el cardenal, interesado como estaba en que aquel joven no pusiera el pie en Inglaterra, no hubiera logrado detenerlo en ruta.
Fue entonces, y ante la manifestación de esta sorpresa, cuando D’Artagnan le contó las precauciones tomadas, y cómo gracias a la abnegación de sus tres amigos, que había diseminado todo ensangrentados en el camino, había llegado a librarse, salvo la estocada que había atravesado el billete de la reina y que había devuelto al señor de Wardes en tan terrible moneda. Al escuchar este relato hecho con la mayor simplicidad, el duque miraba de vez en cuando al joven con aire asombrado, como si no hubiera podido comprender que tanta prudencia, coraje y abnegación hubieran venido a un rostro que no indicaba todavía los veinte años.
Los caballos iban como el viento y en algunos minutos estuvieron a las puertas de Londres. D’Artagnan había creído que al llegar a la ciudad el duque aminoraría la marcha del suyo, pero no fue así: continuó su camino a todo correr, inquietándose poco de si derribaba a quienes se hallaban en su camino. En efecto, al atravesar la ciudad, ocurrieron dos o tres accidentes de este género; pero Buckingham no volvió siquiera la cabeza para mirar qué había sido de aquellos a los que había volteado. D’Artagnan le seguía en medio de gritos que se parecían mucho a maldiciones.
Al entrar en el patio del palacio, Buckingham saltó de su caballo y, sin preocuparse por lo que le ocurriría, lanzó la brida sobre el cuello y se abalanzó hacia la escalinata. D’Artagnan hizo otro tanto, con alguna inquietud más sin embargo, por aquellos nobles animales cuyo mérito había podido apreciar; pero tuvo el consuelo de ver que tres o cuatro criados se habían lanzado de las cocinas y las cuadras y se apoderaban al punto de sus monturas.
El duque caminaba tan rápidamente que D’Artagnan apenas podía seguirlo. Atravesó sucesivamente varios salones de una elegancia de la que los mayores señores de Francia no tenían siquiera idea, y llegó por fin a un dormitorio que era a la vez un milagro de gusto y de riqueza. En la alcoba de esta habitación había una puerta, oculta en la tapicería, que el duque abrió con una llavecita de oro que llevaba colgada de su cuello por una cadena del mismo metal. Por discreción, D’Artagnan se había quedado atrás; pero en el momento en que Buckingham franqueaba el umbral de aquella puerta, se volvió, y viendo la indecisión del joven:
—Venid —le dijo—, y si tenéis la dicha de ser admitido en presencia de Su Majestad, decidle lo que habéis visto.
Alentado por esta invitación, D’Artagnan siguió al duque, que cerró la puerta tras él.
Los dos se encontraron entonces en una pequeña capilla tapizada toda ella de seda de Persia y brocada de oro, ardientemente iluminada por un gran número de bujías. Encima de una especie de altar, y debajo de un dosel de terciopelo azul coronado de plumas blancas y rojas, había un retrato de tamaño natural representando a Ana de Austria, tan perfectamente parecido que D’Artagnan lanzó un grito de sorpresa: se hubiera creído que la reina iba a hablar.
Sobre el altar, y debajo del retrato, estaba el cofre que guardaba los herretes de diamantes.
El duque se acercó al altar, se arrodilló como hubiera podido hacerlo un sacerdote ante Cristo; luego abrió el cofre.
Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires)
Alexandre Dumas
apítulo XX
El viaje
Alas dos de la mañana, nuestros cuatro aventureros salieron de París por la puerta de Saint-Denis; mientras fue de noche, permanecieron mudos; a su pesar, sufrían la influencia de la oscuridad y veían acechanzas por todas partes.
A los primeros rayos del día, sus lenguas se soltaron; con el sol, la alegría volvió: era como en la víspera de un combate, el corazón palpitaba, los ojos reían; se sentía que la vida que quizá se iba a abandonar era, a fin de cuentas, algo bueno.
El aspecto de la caravana, por lo demás, era de lo más formidable: los caballos negros de los mosqueteros, su aspecto marcial, esa costumbre de escuadrón que hace marchar regularmente a esos nobles compañeros del soldado hubieran traicionado el incógnito más estricto.
Los seguían los criados, armados hasta los dientes.
Todo fue bien hasta Chantilly, adonde llegaron hacia las ocho de la mañana. Había que desayunar. Descendieron ante un albergue que recomendaba una muestra que representaba a San Martín dando la mitad de su capa a un pobre[108]. Ordenaron a los lacayos no desensillar los caballos y mantenerse dispuestos para volver a partir inmediatamente.
Entraron en la sala común y se sentaron en una mesa.
Un gentilhombre que acababa de llegar por la ruta de San Martín estaba sentado en aquella misma mesa y desayunaba. El entabló conversación sobre cosas sin importancia y los viajeros respondieron; él bebió a su salud y los viajeros le devolvieron la cortesía.
Pero en el momento en que Mosquetón venía a anunciar que los caballos estaban listos y que se levantaba la mesa, el extranjero propuso a Porthos beber a la salud del cardenal. Porthos respondió que no deseaba otra cosa si el desconocido, a su vez, quería beber a la salud del rey. El desconocido exclamó que no conocía más rey que Su Eminencia. Porthos lo llamó borracho; el desconocido saco su espada.
—Habéis hecho una tontería —dijo Athos—; no importa, ya no se puede retroceder ahora: matad a ese hombre y venid a reuniros con nosotros lo más rápido que podáis.
Y los tres volvieron a montar a caballo y partieron a rienda suelta, mientras que Porthos prometía a su adversario perforarle con todas las estocadas conocidas en la esgrima.
—¡Uno! —dijo Athos al cabo de quinientos pasos.
—Pero ¿por qué ese hombre ha atacado a Porthos y no a cualquier otro? —preguntó Aramis.
—Porque por hablar Porthos más alto que todos nosotros, le ha tomado por el jefe —dijo D’Artagnan.
—Siempre he dicho que este cadete de Gascuña era un pozo de sabiduría —murmuró Athos.
Y los viajeros continuaron su ruta.
En Beauvais se detuvieron dos horas, tanto para dejar respirar a los caballos como para esperar a Porthos. Al cabo de dos horas, como Porthos no llegaba, ni noticia alguna de él, volvieron a ponerse en camino.
A una legua de Beauvais, en un lugar en que el camino se encontraba encajonado entre dos taludes, encontraron ocho o diez hombres que, aprovechando que la ruta estaba desempedrada en aquel lugar, fingían trabajar en ella cavando agujeros y haciendo rodadas en el fango.
Aramis, temiendo ensuciarse sus botas en aquel mortero artificial, los apostrofó duramente. Athos quiso retenerlo; era demasiado tarde. Los obreros se pusieron a insultar a los viajeros a hicieron perder con su insolencia la cabeza incluso al frío Athos, que lanzó su caballo contra uno de ellos.
Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires)
Alexandre Dumas
Capítulo XIX
Plan de campaña
D’Artagnan se dirigió directamente a casa del señor de Tréville. Había pensado que, en pocos minutos, el cardenal sería advertido por aquel maldito desconocido que parecía ser su agente, y pensaba con razón que no había un instante que perder.
El corazón del joven desbordaba de alegría. Ante él se presentaba una ocasión en la que había a la vez gloria que adquirir y dinero que ganar, y como primer aliento acababa de acercarle a una mujer a la que adoraba. Este azar, de golpe, hacía por él más que lo que hubiera osado pedir a la Providencia.
El señor de Tréville estaba en su salón con su corte habitual de gentileshombres. D’Artagnan, a quien se conocía como familiar de la casa, fue derecho a su gabinete y le avisó de que le esperaba para una cosa importante.
D’Artagnan estaba allí hacía apenas cinco minutos cuando el señor de Tréville entró. A la primera ojeada y ante la alegría que se pintó sobre su rostro, el digno capitán comprendió que efectivamente pasaba algo nuevo.
Durante todo el camino, D’Artagnan se había preguntado si se confiaría al señor de Tréville o si solamente le pediría concederle carta blanca para un asunto secreto. Pero el señor de Tréville había sido siempre tan perfecto para él, era tan adicto al rey y a la reina, odiaba tan cordialmente al cardenal, que el joven resolvió decirle todo.
—¿Me habéis hecho llamar, mi joven amigo? —dijo el señor de Tréville.
—Sí, señor —dijo D’Artagnan—, y espero que me perdonéis por haberos molestado cuando sepáis el importante asunto de que se trata.
—Decid entonces, os escucho.
—No se trata de nada menos —dijo D’Artagnan bajando la voz que del honor y quizá de la vida de la reina.
—¿Qué decís? —preguntó el señor de Tréville mirando en torno suyo si estaban completamente solos y volviendo a poner su mirada interrogadora en D’Artagnan.
—Digo, señor, que el azar me ha hecho dueño de un secreto…
—Que yo espero que guardaréis, joven, por encima de vuestra vida.
—Pero que debo confiaros a vos, señor, porque sólo vos podéis ayudarme en la misión que acabo de recibir de Su Majestad.
—¿Ese secreto es vuestro?
—No, señor, es de la reina.
—¿Estáis autorizado por Su Majestad para confiármelo?
—No, señor, porque, al contrario, se me ha recomendado el más profundo misterio.
—¿Por qué entonces ibais a traicionarlo por mí?
—Porque ya os digo que sin vos no puedo nada y porque tengo miedo de que me neguéis la gracia que vengo a pediros si no sabéis con qué objeto os lo pido.
—Guardad vuestro secreto, joven, y decidme lo que deseáis.
—Deseo que obtengáis para mí, del señor des Essarts, un permiso de quince días.
—¿Cuándo?
—Esta misma noche.
—¿Abandonáis París?
—Voy con una misión.
—¿Podéis decirme adónde?
Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires)
Alexandre Dumas
Capítulo XVIII
El amante y el marido
–¡Ay, señora! —dijo D’Artagnan entrando por la puerta que le abría la joven—. Permitidme decíroslo, tenéis un triste marido.
—¡Entonces habéis oído nuestra conversación! —preguntó vivamente la señora Bonacieux, mirando a D’Artagnan con inquietud.
—Toda entera.
—Dios mío, ¿cómo?
—Mediante un procedimiento conocido por mí, gracias al cual oí también la conversación más animada que tuvisteis con los esbirros del cardenal.
—¿Y qué habéis comprendido de lo que decíamos?
—Mil cosas: en primer lugar, que vuestro marido es un necio y un imbécil, afortunadamente; luego, que estáis en un apuro, cosa que me ha encantado y que me da ocasión de ponerme a vuestro servicio, y Dios sabe si estoy dispuesto a arrojarme al fuego por vos; finalmente que la reina necesita que un hombre valiente, inteligente y adicto haga por ella un viaje a Londres. Yo tengo al menos dos de las tres cualidades que necesitáis, y heme aquí.
La señora Bonacieux no respondió, pero su corazón batía de alegría y una secreta esperanza brilló en sus ojos.
—¿Y qué garantía me daréis —preguntó— si consiento en confiaros esta misión?
—Mi amor por vos. Veamos, decid, ordenad: ¿qué hay que hacer?
—¡Dios mío, Dios mío! —murmuró la joven—. Debo confiaros un secreto semejante, señor. ¡Sois casi un niño!
—Bueno, veo que os falta alguien que os responda por mí.
—Confieso que eso me tranquilizaría mucho.
—¿Conocéis a Athos?
—No.
—¿A Porthos?
—No.
—¿A Aramis?
—No. ¿Quiénes son esos señores?
—Mosqueteros del rey. ¿Conocéis al señor de Tréville, su capitán?
—¡Oh, sí, a ese lo conozco! No personalmente, sino por haber oído hablar de él más de una vez a la reina como de un valiente y leal gentilhombre.
—¿No teméis que él os traicione por el cardenal, no es así?
—¡Oh, no, seguro que no!
—Pues bien, reveladle vuestro secreto y preguntadle si por importante, por precioso, por terrible que sea podéis confiármelo.
—Pero ese secreto no me pertenece y no puedo revelarlo de ese modo.
—Ibais a confiar de buena gana en el señor Bonacieux —dijo D’Artagnan con despecho.
—Como se confía una carta al hueco de un árbol, al ala de un pichón, al collar de un perro.
—Sin embargo yo, como veis, os amo.
—Vos lo decís.
—¡Soy un hombre galante!
—Lo creo.
—¡Soy valiente!
Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires)
Alexandre Dumas
Capítulo XVII
El matrimonio Bonacieux
Era la segunda vez que el cardenal insistía en ese punto de los herretes de diamantes con el rey. Luis XIII quedó sorprendido, pues, por aquella insistencia, y pensó que tal recomendación ocultaba algún misterio.
Más de una vez el rey había sido humillado porque el cardenal —cuya policía, sin haber alcanzado la perfección de la policía moderna, era excelente— estuviese mejor informado que él mismo de lo que pasaba en su propio matrimonio. Esperó, pues, sacar, de un encuentro con Ana de Austria, alguna luz de aquella conversación y volver luego junto a Su Eminencia con algún secreto que el cardenal supiese o no supiese, lo cual, tanto en un caso como en otro, le realzaba infinitamente a los ojos de su ministro.
Fue, pues, en busca de la reina y, según su costumbre, la abordó con nuevas amenazas contra quienes la rodeaban. Ana de Austria bajó la cabeza y dejó pasar el torrente sin responder, esperando que terminaría por detenerse; pero no era eso lo que quería Luis XIII; Luis XIII quería una discusión de la que saliese alguna luz nueva, convencido como estaba de que el cardenal tenía alguna segunda intención y maquinaba una sorpresa terrible como sabía hacer Su Eminencia. Y llegó a esa meta con su persistencia en acusar.
—Pero —exclamó Ana de Austria, cansada de aquellos vagos ataques—, pero sire, no me decís todo lo que tenéis en el corazón. ¿Qué he hecho yo? Veamos, ¿qué nuevo crimen he cometido? Es posible que Vuestra Majestad haga todo este escándalo por una carta escrita a mi hermano.
El rey, atacado a su vez de una manera tan directa, no supo qué responder; pensó que aquel era el momento de colocar la recomendación que no debía hacer más que la víspera de la fiesta.
—Señora —dijo con majestad—, habrá dentro de poco un baile en el Ayuntamiento; espero que para honrar a nuestros valientes regidores aparezcáis en traje de ceremonia y sobre todo adornada con los herretes de diamantes que os he dado por vuestro cumpleaños. Esa es mi respuesta.
La respuesta era terrible. Ana de Austria creyó que Luis XIII lo sabía todo, y que el cardenal había conseguido de él ese largo disimulo de siete a ocho días, que cuadraba por lo demás con su carácter. Se puso excesivamente pálida, apoyó sobre una consola su mano de admirable belleza y que parecía en ese momento una mano de cera y, mirando al rey con los ojos espantados, no respondió ni una sola sílaba.
—¿Habéis oído, señora? —dijo el rey, que gozaba con aquel embarazo en toda su extensión, pero sin adivinar la causa—. ¿Habéis oído?
—Sí, sire, he oído —balbuceó la reina.
—¿Iréis a ese baile?
—Sí.
—¿Con vuestros herretes?
La palidez de la reina aumentó aún más, si es que era posible; el rey se percató de ello, y lo disfrutó con esa fría crueldad que era una de las partes malas de su carácter.
—Entonces, convenido —dijo el rey—. Eso era todo lo que tenía que deciros.
—Pero ¿qué día tendrá lugar el baile? —preguntó Ana de Austria. Luis XIII sintió instintivamente que no debía responder a aquella pregunta, pues la reina la había hecho con una voz casi moribunda.
—Muy pronto, señora —dijo—; pero no me acuerdo con precisión de la fecha del día, se la preguntaré al cardenal.
—¿Ha sido el cardenal quien os ha anunciado esa fiesta? —exclamó la reina.
Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires)
Alexandre Dumas
Capítulo XVI
Donde el señor guardasellos Séguier buscó más de una vez la campana para tocarla como lo hacía antaño
Es imposible hacerse una idea de la impresión que estas pocas palabras produjeron en Luis XIII. Enrojeció y palideció sucesivamente; y el cardenal vio en seguida que acababa de conquistar de un solo golpe todo el terreno que había perdido.
—¡El señor de Buckingham en París! —exclamó—. ¿Y qué viene a hacer?
—Sin duda, a conspirar con vuestros enemigos los hugonotes y los españoles.
—¡No, pardiez, no! ¡A conspirar contra mi honor con la señora de Chevreuse, la señora de Longueville[97] y los Condé[98]!
—¡Oh sire, qué idea! La reina es demasiado prudente y, sobre todo, ama demasiado a Vuestra Majestad.
—La mujer es débil, señor cardenal —dijo el rey—; y en cuanto a amarme mucho, tengo hecha mi opinión sobre ese amor.
—No por ello dejo de mantener —dijo el cardenal— que el duque de Buckingham ha venido a París por un plan completamente político.
—Y yo estoy seguro de que ha venido por otra cosa, señor cardenal; pero si la reina es culpable, ¡que tiemble!
—Por cierto —dijo el cardenal—, por más que me repugne detener mi espíritu en una traición semejante, Vuestra Majestad me da que pensar: la señora de Lannoy, a quien por orden de Vuestra Majestad he interrogado varias veces, me ha dicho esta mañana que la noche pasada Su Majestad había estado en vela hasta muy tarde, que esta mañana había llorado mucho y que durante todo el día había estado escribiendo.
—A él indudablemente —dijo el rey—. Cardenal, necesito los papeles de la reina.
—Pero ¿cómo cogerlos, sire? Me parece que no es Vuestra Majestad ni yo quienes podemos encargarnos de una misión semejante.
—¿Cómo se cogieron cuando la mariscala D’Ancre[99]? —exclamó el rey en el más alto grado de cólera—. Se registraron sus armarios y por último se la registró a ella misma.
—La mariscala D’Ancre no era más que la mariscala D’Ancre, una aventurera florentina, sire, eso es todo, mientras que la augusta esposa de Vuestra Majestad es Ana de Austria, reina de Francia, es decir, una de las mayores princesas del mundo.
—Por eso es más culpable, señor duque. Cuanto más ha olvidado la alta posición en que estaba situada, tanto más bajo ha descendido. Además, hace tiempo que estoy decidido a terminar con todas sus pequeñas intrigas de política y de amor. A su lado tiene también a un tal La Porte…
—A quien yo creo la clave de todo esto, lo confieso —dijo el cardenal.
—Entonces, ¿vos pensáis, como yo, que ella me engaña? —dijo el rey.
—Yo creo, y lo repito a Vuestra Majestad, que la reina conspira contra el poder de su rey, pero nunca he dicho contra su honor.
—Y yo os digo que contra los dos; yo os digo que la reina no me ama; yo os digo que ama a otro; ¡os digo que ama a ese infame duque de Buckingham! ¿Por qué no lo habéis hecho arrestar mientras estaba en París?
Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires)
Alexandre Dumas
Capítulo XV
Gentes de toga y gentes de espada
Al día siguiente de aquel en que estos acontecimientos tuvieron lugar, no habiendo reaparecido Athos todavía, el señor de Tréville fue avisado por D’Artagnan y por Porthos de su desaparición.
En cuanto a Aramis, había solicitado un permiso de cinco días y estaba en Rouen, según decían, por asuntos de familia.
El señor de Tréville era el padre de sus soldados. El menor y más desconocido de ellos, desde el momento en que llevaba el uniforme de la compañía, estaba tan seguro de su ayuda y de su apoyo como habría podido estarlo de su propio hermano.
Se presentó, pues, al momento ante el teniente de lo criminal. Se hizo venir al oficial que mandaba el puesto de la Croix-Rouge, y los informes sucesivos mostraron que Athos se hallaba alojado momentáneamente en Fort-l’Évêque.
Athos había pasado por todas las pruebas que hemos visto sufrir a Bonacieux.
Hemos asistido a la escena de careo entre los dos cautivos. Athos, que nada había dicho hasta entonces por miedo a que D’Artagnan, inquieto a su vez no hubiera tenido el tiempo que necesitaba, Athos declaró a partir de ese momento que se llamaba Athos y no D’Artagnan.
Añadió que no conocía ni al señor ni a la señora Bonacieux, que jamás había hablado con el uno ni con la otra; que hacia las diez de la noche había ido a hacer una visita al señor D’Artagnan, su amigo, pero que hasta esa hora había estado en casa del señor de Tréville donde había cenado: veinte testigos —añadió— podían atestiguar el hecho y nombró a varios gentileshombres distinguidos, entre otros al señor duque de La Trémouille.
El segundo comisario quedó tan aturdido como el primero por la declaración simple y firme de aquel mosquetero, sobre el cual de buena gana habrían querido tomar la revancha que las gentes de toga tanto gustan de obtener sobre las gentes de espada; pero el nombre del señor de Tréville y el del señor duque de La Trémouille merecían reflexión.
También Athos fue enviado al cardenal, pero desgraciadamente el cardenal estaba en el Louvre con el rey.
Era precisamente el momento en que el señor de Tréville, al salir de casa del teniente de lo criminal y de la del gobernador del Fort-l’Evêque, sin haber podido encontrar a Athos, llegó al palacio de Su Majestad.
Como capitán de los mosqueteros, el señor de Tréville tenía a toda hora acceso al rey.
Ya se sabe cuáles eran las prevenciones del rey contra la reina, prevenciones hábilmente mantenidas por el cardenal que, en cuestión de intrigas, desconfiaba infinitamente más de las mujeres que de los hombres. Una de las grandes causas de esa prevención era sobre todo la amistad de Ana de Austria con la señora de Chevreuse. Estas dos mujeres le inquietaban más que las guerras con España, las complicaciones con Inglaterra y la penuria de las finanzas. A sus ojos y en su pensamiento, la señora de Chevreuse servía a la reina no sólo en sus intrigas políticas, sino, cosa que le atormentaba más aún, en sus intrigas amorosas.
A la primera frase que le había dicho el señor cardenal, que la señora de Chevreuse, exiliada en Tours y a la que se creía en esa ciudad, había venido a París y que durante los cinco días que había permanecido en ella había despistado a la policía, el rey se había encolerizado con furia. Caprichoso e infiel, el rey quería ser llamado Luis el Justo y Luis el Casto. La posteridad comprenderá difícilmente este carácter que la historia sólo explica por hechos y nunca por razonamientos.
Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires)
Alexandre Dumas
Capítulo XIV
El hombre de Meung
Aquella reunión era producida no por la espera de un hombre al que debían colgar, sino por la contemplación de un ahorcado.
El coche, detenido un instante, prosiguió, pues, su marcha, atravesó la multitud, continuó su camino, enfiló la calle Saint-Honoré, volvió la calle des Bons-Enfants y se detuvo ante una puerta baja.
La puerta se abrió, dos guardias recibieron en sus brazos a Bonacieux, sostenido por el exento; lo metieron por una avenida, lo hicieron subir una escalera y lo depositaron en una antecámara.
Todos estos movimientos eran realizados por él de una forma maquinal.
Había andado como se anda en sueños; había entrevisto los objetos a través de una niebla; sus oídos habían percibido los sonidos sin comprenderlos; hubieran podido ejecutarlo en aquel momento sin que él hubiera hecho un gesto para emprender su defensa, sin que hubiera lanzado un grito para implorar piedad.
Permaneció, pues, sentado de este modo en la banqueta, con la espalda apoyada en la pared y los brazos colgantes, en la misma postura en que los guardias lo habían depositado.
Sin embargo, como al mirar en torno suyo no viese ningún objeto amenazador, como nada indicase que corría un peligro real, como la banqueta estaba convenientemente blanda, como la pared estaba recubierta de hermoso cuero de Córdoba, como grandes cortinas de damasco rojo flotaban ante la ventana, retenidas por alzapaños de oro, comprendió poco a poco que su terror era exagerado, y comenzó a mover la cabeza de derecha a izquierda y de arriba abajo.
Con este movimiento, al que nadie se opuso, recuperó algo de valor y se arriesgó a encoger una pierna, luego la otra; por fin, ayudándose de sus dos manos, se levantó de la banqueta y se encontró sobre sus pies.
En aquel momento, un oficial de buen aspecto abrió una portezuela, continuó cambiando aún algunas palabras con una persona que se encontraba en la habitación vecina y, volviéndose hacia el prisionero, dijo:
—¿Sois vos quien se llama Bonacieux?
—Sí, señor oficial —balbuceó el mercero, más muerto que vivo—, para serviros.
—Entrad —dijo el oficial.
Y se echó a un lado para que el mercero pudiera pasar. Aquel obedeció sin réplica y entró en la habitación en la que parecía ser esperado.
Era un gran gabinete, de paredes adornadas con armas ofensivas y defensivas, cerrado y sofocante, y en el que ya había fuego aunque todavía apenas fuera a finales del mes de septiembre. Una mesa cuadrada, cubierta de libros y papeles sobre los que había, desenrollado, un piano inmenso de la ciudad de La Rochelle, estaba en medio de la pieza.
De pie ante la chimenea estaba un hombre de mediana talla, de aspecto altivo y orgulloso, de ojos penetrantes, de frente amplia, de rostro enteco que alargaba más incluso una perilla coronada por un par de mostachos. Aunque aquel hombre tuviera de treinta y seis a treinta y siete años apenas, pelo, mostacho y perilla iban agrisándose. Aquel hombre, menos la espada, tenía todo el aspecto de un hombre de guerra, y sus botas de búfalo, aún ligeramente cubiertas de polvo, indicaban que había montado a caballo durante el día.