
Después de haber fracasado al intentar crear un culto por sus propios medios con el becerro de oro, Israel recibe ahora la instrucción de ofrendar para la construcción del tabernáculo. Lo que aquí se presenta no es simplemente un mandato, sino una invitación a participar personal y activamente en la obra de Dios. El Señor no fuerza la mano de nadie: llama a corazones movidos por gratitud y llenos de su Espíritu. Este momento, registrado con gozo en la historia de Israel, se convirtió en un modelo que más tarde se repetiría —en los días de David (1 Crónicas 29), en la iglesia primitiva, y a lo largo de los siglos— cada vez que el pueblo de Dios despierta a la realidad de que todo lo que tiene proviene del Señor. Donde ese reconocimiento florece, surge también el deseo de dar con generosidad y hermosear la adoración de Dios.