
Joanne menciona a Abby, la amiga de los batidos, y su marido Gabe, que vuelve a aparecer para charlar con Noah. Hablan de arte, de museos y de esa sensación de no entender lo que estás viendo, de necesitar un “descodificador” para que te expliquen el cuadro. Es una conversación ligera, hasta que Abby suelta la noticia: se ha separado.
Mientras Noah procesa la noticia, la serie nos lleva a una escena deliciosa con Bina, la madre de Joanne. Está decidida a convertirse al judaísmo y acude a la entrevista con un entusiasmo desbordante. La acompañan Noah, el rabino y una ayudante de rizos imposibles. Bina responde a todas las preguntas con una mezcla de ingenio y convicción.
En paralelo, Morgan y Andy almuerzan en una terraza perfecta, todo limpio y luminoso. Hasta que aparece una mujer espectacular que saluda efusivamente a Andy. Morgan sonríe, pero enseguida siente el golpe: la chica era una paciente suya. Andy intenta restarle importancia, dice que fue hace tiempo, que ni lo recordaba. “¿Seis meses y no lo recordabas?”, pregunta Morgan. Red flag número uno.
Después, Joanne charla con Bina sobre su conversión. Es una escena preciosa, calmada, sin sarcasmo. Joanne le confiesa que ella no logra sentir nada con el judaísmo, que lo intenta, pero que algo se lo impide. Su madre la escucha sin juzgarla y le dice: “Hay quien necesita tiempo, sentirlo poco a poco, inch by inch.” Por primera vez, madre e hija se entienden sin chillar.
Mientras tanto, Morgan se mete en un lío monumental. Al hablar con el jardinero Fabrizio, menciona su nombre y le dice que escuche el podcast… justo el episodio donde contaron que vomitó en la piscina. Un clásico auto-sabotaje marca de la casa. El espectador sabe que esa frase va a explotar pronto.
La trama vuelve a Noah y Joanne preparando la cena para recibir a los padres de ella. Lo que no esperan es que los padres llegan juntos. Nadie sabe si están reconciliados o solo han salido a cenar.
Mientras tanto, Sasha y Morgan se encuentran a escondidas en el coche para hablar del tema Andy. Ella le cuenta todo y él, medio en broma, propone una solución: desbloquearle el móvil mientras duerme. Se lo toma tan en serio que acaban en una Apple Store, fingiendo ser dos ingleses que intentan recuperar el teléfono de una poeta muerta. La escena es absurda y genial: improvisan un acento británico, inventan historias imposibles y acaban humillados cuando el empleado los pilla. “That’s not a believable story in any way, shape or form.”
El momento termina con una frase que lo resume todo: “Si necesitas que te ayuden a espiar a tu pareja, ya sabes la respuesta.”
Joanne y Noah, por su parte, finalmente se sinceran. Ella le dice que sabe que él odia su nuevo templo, y él lo admite. Ella confiesa que se siente atrapada, que le cuesta creer en la fe que está intentando adoptar. Y él le reprocha algo: “Tú y tu familia siempre dejáis las cosas cuando se ponen difíciles.”
Pero Joanne lo corrige: “Justo por eso no voy a dejar esto. He pasado la vida huyendo, ahora quiero estabilidad.”
Es el primer momento en mucho tiempo en que ambos hablan de verdad. Sin filtros, sin sarcasmos.
El episodio termina con Sasha y Morgan comiendo en un food truck. Ella duda sobre Andy; él confiesa que su relación también se enfría. Comparten confidencias, risas, y una frase que resume todo el espíritu de la serie:
“My family is quietly fucked up.”
Y ella responde: “Me encanta tu madre.”
Lo que empezó como una alianza de amigos se está convirtiendo en algo más profundo. Una conexión sincera, fuera del ruido.
Este octavo episodio es uno de los mejores de la temporada. Divertido, tierno y lleno de señales de alarma —las red flags del título— que todos prefieren ignorar. Andy miente, Morgan duda, Esther se apaga y Joanne empieza a sentir que, por primera vez, no quiere escapar.
Todo apunta a que el desenlace está cerca.