
La historia se centra en Noah y Joanne, que están preparando su disfraz para la fiesta de Purim, una celebración judía que mezcla disfraces, alcohol y revelaciones espirituales.
Todo parece tranquilo hasta que Noah propone algo que descoloca por completo a Joanne: una night off, una noche libre, cada uno en su casa. Ella se queda en shock. No hay pelea, pero el gesto abre una grieta de inseguridad. En su mundo, una noche separados suena a “ya no me quieres”.
Joanne pasa la velada sola, pegada al móvil, esperando una respuesta a su mensaje. Se hace una mascarilla, come sándwiches de crema de cacahuete con mermelada y mira el Instagram de Abby, esa influencer que tanto la irrita. Mientras tanto, Noah está en una entrevista para una nueva sinagoga. El rabino que lo recibe resulta encantador: relajado, inclusivo, y casado con una mujer no judía. Todo lo contrario al entorno rígido del que viene Noah. Es su oportunidad para empezar de cero, en un templo que lo acepta tal como es.
La escena entre ambos rabinos es uno de los momentos más brillantes del episodio. Por primera vez, Noah se siente cómodo siendo él mismo, y el espectador siente lo mismo que él: alivio. El tono, el ritmo, el diálogo… todo encaja tan bien que hasta sospechamos que algo malo tiene que venir después.
La gran fiesta llega, y con ella, los disfraces. Noah se disfraza de vampiro (incómodo, con esos dientes imposibles), y Joanne aparece de princesa azul —una especie de Elsa sin copyright—. No es casualidad: su disfraz refleja su deseo de control, de cuento perfecto, aunque por dentro esté hecha un lío.
El evento está lleno de guiños. Sasha va de gánster, Esther aparece de Catwoman (para horror de su hija), y los padres de ambos hacen su primera aparición conjunta. Bina, la madre de Noah, se disfraza de Reina Isabel II, mientras el padre va de un personaje del folclore judío.
Entre copa y copa, Noah anuncia la gran noticia: le han ofrecido el nuevo trabajo como rabino. Su padre lo celebra, su madre desconfía. “¿Qué tipo de templo da un puesto con una sola entrevista?”, pregunta con desdén. Bina sigue siendo Bina.
A la fiesta también llegan Morgan y Andy, disfrazados de Pretty Woman y Richard Gere. La madre de Joanne va de Madonna, el padre de Reina Esther. Todos llegan cuarenta y cinco minutos tarde, en plena explosión de colores, máscaras y conversaciones cruzadas.
Entre risas y copas, Vina (Bina) y el padre de Joanne descubren que se caen bien. Hablan, coquetean, se ríen de las tradiciones, y entre ellos surge una chispa inesperada. No sabemos si es el vino o el encanto natural, pero el momento es deliciosamente incómodo.
Mientras tanto, Morgan observa a Sasha hablando con Andy, su novio, y algo se le remueve por dentro. Aunque dice que no le molesta, su mirada dice otra cosa. Esther, siempre perceptiva, lo nota y se lo comenta a Joanne. Parece que la relación entre Morgan y Andy tambalea justo cuando Noah y Joanne están en su mejor momento.
En medio del caos, llega la escena más loca del episodio. Bina, escuchando a Noah hablar sobre el monte Sinaí, tiene una epifanía: “¡Yo estuve allí!”, grita. “¡Soy judía!”. La situación roza lo surrealista.
El episodio culmina con el sermón de Noah durante la fiesta. Dice que la vida está llena de incertidumbre, que lo desconocido puede ser aterrador pero también emocionante, porque a veces lo mejor que nos pasa es aquello que no esperábamos. Lo dice mirando a Joanne, y ella, por fin, se relaja.
Y cuando todo parece cerrar con ese toque poético, llega el giro final: Andy pide matrimonio a Morgan delante de todos. De rodillas, con confeti incluido, le dice que nunca querría tener una night off con ella. Morgan acepta entre lágrimas y saltos, mientras Joanne se queda con una sonrisa congelada que dice: “¿En serio?”.