
Este pasaje nos lleva a un momento crítico en la historia de Israel: la adoración del becerro de oro en el Sinaí. El pueblo, liderado por Aarón, había caído en idolatría mientras Moisés estaba en comunión con Dios. La ira divina se encendió, y Moisés mismo reconoce que Dios quiso destruir incluso a Aarón. Sin embargo, Moisés intercedió, no una vez, sino repetidamente. En su oración, no niega la culpabilidad del pueblo, pero apela a la gracia, al pacto con los patriarcas, y al testimonio del nombre de Dios ante las naciones.