Después de años de opresión bajo Jabín, rey de Canaán, Dios levanta a una profetisa y juez llamada Débora, junto a Barac, para traer liberación a Israel. Su victoria sobre Sísara fue tan sorprendente que el pueblo entero estalló en un cántico de alabanza.
Tras la muerte de Josué, el pueblo de Israel se encuentra ante un futuro incierto. El líder que los había guiado con firmeza y fe ya no está. En ese vacío, su primera reacción no es formar un ejército, ni buscar un sucesor humano, sino consultar a Jehová.
Israel había renovado su pacto con Dios después del pecado de Acán y ahora enfrentaba una coalición de cinco reyes amorreos. La batalla en Gabaón avanzaba, pero la luz del día se agotaba.
Después de las victorias en Jericó y Hai, Israel parecía invencible. Sin embargo, en Josué 9 se presenta una historia diferente: los gabaonitas, temerosos de ser destruidos, idean un engaño para obtener un pacto con Israel. Disfrazan su procedencia con ropas viejas y pan mohoso, y los líderes de Israel, confiando en lo que veían, no consultaron a Jehová.
Después de la impresionante victoria en Jericó, Israel enfrenta una derrota humillante en Hai. Josué cae de rodillas, confundido y angustiado. Esta es una de las oraciones más humanas de la Escritura: una mezcla de dolor, desconcierto y reproche. Josué no entiende cómo Dios pudo permitir tal derrota después de tantas promesas.
Josué se encontraba ante el umbral de una de las batallas más decisivas de su vida: la conquista de Jericó. Israel estaba acampado, expectante, y su líder buscaba dirección.
Este texto es parte del Cántico de Moisés, una declaración poética y profética entregada poco antes de su muerte. En él, Moisés llama al pueblo a escuchar y recordar la fidelidad de Dios frente a la infidelidad humana. En medio de la futura apostasía que Moisés anticipa, él comienza exaltando el carácter inmutable de Dios: la Roca.
Este pasaje forma parte de una liturgia de gratitud que cada israelita debía recitar al presentar sus primicias a Dios. No era solo una oración personal, sino una confesión colectiva de memoria histórica. Recordar la procedencia humilde, el sufrimiento bajo Egipto y la respuesta compasiva de Dios era esencial para mantener un corazón agradecido. La frase “un arameo a punto de perecer fue mi padre” alude a Jacob, quien tuvo una vida marcada por la fragilidad y el peregrinaje.
Este pasaje regula una situación inquietante: un asesinato sin resolver. Cuando se hallaba un cadáver en el campo y no se conocía al responsable, Dios no permitía la indiferencia. La comunidad debía actuar para limpiar la tierra de culpa.
Si hubo alguien que entendió el poder de la oración de madrugada, fue nuestro Señor Jesús. Después de un día intenso de milagros, predicación y sanidades, en lugar de dormir más, Jesús se levantó temprano para buscar al Padre en oración.
El rey David fue un hombre de muchas batallas, internas y externas. En medio de esas luchas, él descubrió un secreto: comenzar el día en oración. Para David, la madrugada no era solo el inicio de la rutina, sino el momento en que abría su corazón al Señor.
La oración no es un monólogo; es un diálogo. Muchas veces hablamos mucho a Dios, pero escuchamos poco. El joven Samuel aprendió esa lección una madrugada en el tabernáculo de Silo.
La noche más larga de Israel fue la del Mar Rojo. Frente a ellos, las aguas. Detrás de ellos, el ejército de Faraón. Todo parecía perdido. Pero en la vigilia de la mañana —entre las 2 y 6 am—, Dios intervino y cambió la historia.
Este pasaje nos lleva a un momento crítico en la historia de Israel: la adoración del becerro de oro en el Sinaí. El pueblo, liderado por Aarón, había caído en idolatría mientras Moisés estaba en comunión con Dios. La ira divina se encendió, y Moisés mismo reconoce que Dios quiso destruir incluso a Aarón. Sin embargo, Moisés intercedió, no una vez, sino repetidamente. En su oración, no niega la culpabilidad del pueblo, pero apela a la gracia, al pacto con los patriarcas, y al testimonio del nombre de Dios ante las naciones.
Serie Madrugando con Dios. Dia 1 El texto nos lleva a un momento solemne: Dios había decidido juzgar a Sodoma y Gomorra. Abraham, en oración, había intercedido por la ciudad, especialmente por su sobrino Lot. Y al amanecer, una vez más, Abraham vuelve al lugar de oración para ponerse delante de Dios.
En este poderoso discurso, Moisés exhorta al pueblo a valorar el privilegio único de tener un Dios cercano, accesible y atento. Mientras las naciones vecinas servían a ídolos distantes, sordos y mudos, Israel tenía al Dios viviente que respondía al clamor de su pueblo. La cercanía de Dios no era teórica, era práctica: Dios hablaba, guiaba, corregía, libraba y escuchaba.
Después de décadas de liderazgo fiel, Moisés hace una súplica conmovedora: ver la tierra prometida. No pide entrar como conquistador, solo desea verla. Su oración es humilde y centrada en la grandeza de Dios, no en sus propios méritos. Moisés reconoce que lo poco que ha visto de Dios es apenas el comienzo de su grandeza. Sin embargo, como se lee después (verso 26), Dios le responde con un "no".
Después de que Dios le anunciara que no entraría a la tierra prometida, Moisés no clama por prolongar su vida ni por defender su legado. En cambio, su corazón pastoral se manifiesta: intercede por el pueblo, suplicando que Dios provea un nuevo líder. Moisés reconoce que solo el “Dios de los espíritus de toda carne” —el Dios que conoce profundamente a cada ser humano— puede designar adecuadamente a quien guíe a Israel. La petición es pastoral y profética, reflejando el corazón de Cristo, el Buen Pastor.
El rey Balac, temiendo al pueblo de Israel, contrató a Balaam para maldecirlos. Balaam, aunque un profeta pagano, reconoce que no puede hablar más allá de lo que Dios le permite. Este encuentro es parte del segundo oráculo de Balaam, donde se muestra que Dios se revela incluso en medio de agendas humanas corruptas. Balaam intenta usar métodos religiosos para manipular a Dios, pero Jehová toma el control absoluto de la situación
En el camino hacia la tierra prometida, el pueblo de Israel volvió a quejarse contra Dios y Moisés, cansados del maná y frustrados por la travesía. Su ingratitud fue una rebelión directa contra el cuidado divino. Como consecuencia, serpientes venenosas comenzaron a morderlos, trayendo muerte y temor. Al reconocer su pecado, claman por intercesión. En respuesta, Dios no quita las serpientes, sino que provee una solución simbólica y profética: una serpiente de bronce levantada en un asta. Quienes la miraban con fe eran sanados. Este acto apunta directamente a Cristo, quien según Juan 3:14-15 sería levantado para que todo aquel que en Él cree, no se pierda, sino que tenga vida eterna