
En un concurso para la ciudad de Córdoba hubo un eco incómodo: proyectos donde el arquitecto parecía más interesado en enseñar a vivir que en escuchar. Como si el plano viniera con un manual de conducta: aquí se sienta usted, aquí se ilumina, aquí respira. Este episodio clava el bisturí en esa arrogancia disfrazada de sensibilidad. ¿Puede la arquitectura ser empatía real, o siempre corre el riesgo de convertirse en un sermón de hormigón?