
La gracia de Dios nos transforma, no solo perdona, sino que renueva profundamente el corazón humano. No se limita a borrar el pasado, sino que produce una nueva creación: cambia la mente, sana las heridas, y despierta un amor genuino por Dios y por los demás. Esta gracia no se gana, se recibe; y al recibirla, todo nuestro ser se inclina en adoración, reconociendo que todo lo bueno proviene del Señor. La gracia quebranta nuestro orgullo y nos levanta para vivir con propósito. Solo por gracia el pecador se convierte en una nueva criatura, testigo de la gloria de Dios.