
El dictador Daniel Ortega, en cínica contradicción, insinúa ahora de manera velada su disposición a un diálogo. Sin embargo, la historia reciente nos ha enseñado que cada vez que Ortega menciona diálogos, lo hace con la intención de consolidar su dictadura.
Ha utilizado estas instancias no como puentes hacia la reconciliación, sino como trampas para acorralar a sus oponentes, encarcelarlos, despojarlos de su nacionalidad, amordazar a la prensa independiente y expulsar del país a quienes se atreven a pensar diferente.
Hablar de diálogo en estas circunstancias es una afrenta a la esencia misma de la democracia. Un proceso genuino de diálogo debe comenzar con el cese inmediato de la represión y la restitución plena de los derechos constitucionales de todos los nicaragüenses.
Los demócratas auténticos están llamados a defender el diálogo como un principio fundamental de la convivencia civilizada, pero no a cualquier precio. Un diálogo que se desarrolle bajo la sombra de la represión y el abuso no es más que una pantomima, diseñada para legitimar un régimen que ha demostrado su desprecio por la libertad y la dignidad humana.
No se dialoga con la libertad encadenada; se dialoga cuando la justicia y la dignidad vuelven a ser ley.