El domingo pasado el salmo cantaba la promesa de Dios: “Él levanta del polvo al desvalido y saca al indigente del estiércol para hacerlo sentar entre los grandes” (Sal 112,7-8). Hoy esa promesa se despliega en plenitud en la parábola de Jesús: el pobre Lázaro, humillado en la tierra, es levantado por Dios y sentado junto a Abraham.
La Palabra nos muestra con fuerza que la historia no termina en este mundo, y que lo decisivo no es lo que poseemos, sino en quién confiamos.