
La parábola del “buen samaritano” nos invita a mirar de frente una tentación que atraviesa la historia de todas las religiones, incluso al cristianismo: separar el amor a Dios del amor al prójimo, vivirlos como si fueran realidades independientes, desconectadas o incluso opuestas.
San Juan ya lo advertía al inicio del cristianismo: “El que dice: «Amo a Dios», y no ama a su hermano, es un mentiroso. ¿Cómo puede amar a Dios, a quien no ve, el que no ama a su hermano, a quien ve?” (1 Jn 4:20).