
Las lecturas de hoy nos abren una puerta a la esperanza.
El libro de la Sabiduría proclama:
“Las almas de los justos están en las manos de Dios, y no las tocará tormento alguno.”
No se trata de negar el dolor ante la muerte, sino de mirarla con los ojos de la fe.
Dios no abandona a los suyos. Aun cuando pasen por el fuego del dolor o la purificación, ese fuego no destruye, sino que purifica, porque el amor de Dios es más fuerte que la muerte.
Por eso cantamos con el salmista:
“El Señor es mi pastor, nada me falta; en verdes praderas me hace descansar. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo.”
San Pablo, en su carta a los Romanos, nos recuerda que en Cristo, la muerte ya no tiene la última palabra:
“Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con Él.”
Y Jesús, en el Evangelio, pronuncia una de las promesas más consoladoras:
“Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en Él tenga vida eterna, y Yo lo resucitaré en el último día.”
Esa es la verdad que celebramos hoy: los que amamos y hemos despedido no están perdidos; están en camino hacia la plenitud de Dios. Y nosotros, desde aquí, los acompañamos con la fe, la esperanza y la oración.