
En el Evangelio, Jesús observa cómo los invitados a un banquete buscan los primeros puestos. Entonces cuenta una parábola sencilla, pero profunda; y no se trata solo de un consejo de etiqueta para una fiesta; ni de una recomendación social. Jesús está hablando del Reino de Dios.
Al final, el Señor revela el sentido de la parábola, lo que en las parábolas judías se llamaba el nimshal, “la clave”: “Porque el que se engrandece a sí mismo, será humillado; y el que se humilla, será engrandecido”. Ese es el centro del mensaje: en el Reino, la verdadera grandeza no se mide por el prestigio, sino por la capacidad de hacerse pequeño.
Esto conecta con lo que escuchamos en la primera lectura del libro del Sirácida: “Hijo mío, en tus asuntos procede con humildad, y te amarán más que al hombre dadivoso.” El humilde, el que no busca exaltarse, es aquel que sabe que todo lo que tiene es don de Dios. Y ese camino no es solo una recomendación ética, sino el camino de Cristo mismo. El Hijo eterno eligió el último lugar: el pesebre, el trabajo sencillo, el rechazo, la cruz. Y precisamente por hacerse el último, el Padre lo exaltó sobre todo nombre.