
Hoy la Iglesia se detiene para mirar con ternura a sus hijos que han partido. No los olvida, no los abandona. Cree en la misericordia de Dios que ha creado el purgatorio como espacio de purificación y esperanza.
Los fieles difuntos anhelan entrar en la comunión plena con Dios, y nosotros, aún en camino, deberíamos anhelar lo mismo. Por eso, la purificación es tarea compartida: ellos se purifican en el amor divino, nosotros en la caridad activa.
La oración, la penitencia y los ofrecimientos son puentes de comunión. Hoy, más que nunca, somos una Iglesia que ora, espera y ama.