El rey de gloria se rebajó a revestirse de humanidad. Tosco y repelente fué el ambiente que le rodeó en la tierra. Su gloria se veló para que la majestad de su persona no fuese objeto de atracción. Rehuyó toda ostentación externa. Las riquezas, la honra mundanal y la grandeza humana no pueden salvar a una sola alma de la muerte; Jesús se propuso que ningún halago de índole terrenal atrajera a los hombres a su lado. Únicamente la belleza de la verdad celestial debía atraer a quienes le siguiesen. El carácter del Mesías había sido predicho desde mucho antes en la profecía, y él deseaba que los hombres le aceptasen por el testimonio de la Palabra divina.
La venida del Salvador había sido predicha en el Edén. Cuando Adán y Eva oyeron por primera vez la promesa, esperaban que se cumpliese pronto. Dieron gozosamente la bienvenida a su primogénito, esperando que fuese el Libertador. Pero el cumplimiento de la promesa tardó. Los que la recibieron primero, murieron sin verlo. Desde los días de Enoc, la promesa fué repetida por medio de los patriarcas y los profetas, manteniendo viva la esperanza de su aparición, y sin embargo no había venido. La profecía de Daniel revelaba el tiempo de su advenimiento, pero no todos interpretaban correctamente el mensaje. Transcurrió un siglo tras otro, y las voces de los profetas cesaron. La mano del opresor pesaba sobre Israel, y muchos estaban listos para exclamar: “Se han prolongado los días, y fracasa toda visión.
Durante más de mil años, los judíos habían esperado la venida del Salvador. En este acontecimiento habían cifrado sus más gloriosas esperanzas. En cantos y profecías, en los ritos del templo y en las oraciones familiares, habían engastado su nombre. Y sin embargo, cuando vino, no le conocieron. El Amado del cielo fué para ellos como “raíz de tierra seca,” sin “parecer en él ni hermosura;” y no vieron en él belleza que lo hiciera deseable a sus ojos. “A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron.”1