Jesús escuchó la petición de los diez leprosos, y como suele hacer con todos los personajes con los que se encuentra, les pide a cambio un gesto de confianza, ajustado a la situación personal de quienes le ruegan. En este caso, no les toca, ni les impone las manos. Sencillamente les manda asumir que se van a curar y dirigirse a quien tiene autoridad para declararlos puros de su enfermedad. Y en el camino, quedaron todos curados. Seguro que se llenarían de inmensa alegría, conocida de mucha gente, cuando los sacerdotes verificaron públicamente la curación del grupo. Pero solo el samaritano se acordó agradecido de su benefactor, Jesús, y supo «dar Gloria a Dios» volviendo con acción de gracias a sus pies.
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