
¿Quién no ha gritado alguna vez a sus hijos? Se quiera reconocer o no, los padres y madres saben que alguna vez, o muchas, gritan a sus hijos. Cierto es que la vorágine del día a día, las prisas, los atascos, el estrés de la casa, el trabajo, de llegar a fin de mes..., favorece que podamos estallar con una palabra más alta que la otra cuando un hijo no hace caso a la petición de sus padres. Al final, el estrés de los padres lo pagan los hijos.
Según Tania García, experta en Educación Respetuosa y asesora familiar, educar con gritos, no es más que un sistema fácil y cómodo al que recurren los padres. Es decir, «como no tienen otras herramientas, deciden hacer uso de aquello que han conocido cuando ellos eran pequeños, aunque no se sientan bien llevándolo a cabo».
Cada vez es más habitual encontrar familias que resuelvan todo a gritos y parece imposible una vuelta atrás, a las conversaciones y negociaciones sin elevar la voz. Tania García, invita a los padres a reflexionar sobre este asunto porque, como ella misma apunta, las consecuencias negativas de los gritos a nuestros hijos son múltiples; los beneficios, ninguno. «Educar gritando les aporta: malestar constante, estrés, problemas de concentración, desmotivación, frustración, rabia, baja autoestima, desatención, mal ejemplo (si gritamos, ellos gritarán), y un largo etcétera».