
En la penumbra de su habitación helada, apenas iluminada por una vela moribunda, una niña de 13 años mantenía los ojos ardiendo de curiosidad. Entre mantas para no morir de frío y silencio para no ser descubierta, devoraba ecuaciones prohibidas como quien roba fuego a los dioses. Su familia apagaba sus lámparas cada noche para “protegerla de la locura académica”.
Pero ella volvía a encenderlas. Siempre.
Se llamaba Sophie Germain. París ardía en revolución. El mundo le gritaba que las matemáticas eran cosa de hombres. Ella murmuraba: “intentémoslo igual”.
Y lo intentó a lo grande.
Cuando descubrió la historia de Arquímedes —matando antes de soltar un cálculo— quedó fascinada. No soñaba con vestidos, soñaba con teoremas. Imagina a tus padres creyendo que estudias filosofía, y tú… colándote en las clases más avanzadas de matemática pura de Francia. Eso hizo Sophie cuando nació la prestigiosa École Polytechnique. No podía entrar. Así que robó los apuntes. Se hizo pasar por estudiante. Hombre. Bajo el nombre de Monsieur LeBlanc.
No solo entró. Deslumbró.
Tanto que el mismísimo Joseph-Louis Lagrange —el genio de genios— quiso conocer a ese joven brillante. Cuando descubrió que “LeBlanc” era una mujer, no la denunció.
La defendió. La impulsó.
Pero su verdadero combate llegaría después: el aterrador problema de la Vibración de las Placas Metálicas. Un monstruo matemático. Candidatos: todos los grandes… menos uno. Todos desistieron… menos una.
Sophie fue la única en presentar una solución.
En 1816, la Academia de Ciencias le entregó el premio. Primera mujer en lograrlo. Primera en ser imposible de ignorar.
También dejó marcas fundamentales en la teoría de números, contribuyendo al mismísimo Último Teorema de Fermat, que tomaría siglos en resolverse por completo. Matemáticos modernos aún pisan sobre sus pasos.
Y, aun así, ¿reconocimiento? Cero. No le permitieron entrar a la Academia. Nunca tuvo un cargo académico.
Murió en silencio, en 1831, sin saber que siglos después un cráter en Venus llevaría su nombre.
Una mujer que fue demasiado brillante para la época que le tocó.
Y aun así… la venció.