
Epitafio para un influencer
(Por Ana Ocaña, al modo de Quevedo con WiFi)
Cuánto bufón en la Corte de la vida.
Van por los días inflados de sí mismos,
con el alma reducida a píxeles,
y el pensamiento en pausa.
Presumen eternidad en pantallas luminosas,
venden sonrisas de catálogo,
y llaman “verdad”
a la mentira con más visitas.
Se creen dioses del instante,
profetas del espejo,
cómplices de su propio engaño.
Suben, bajan, filtran, editan,
fingen amar, llorar, pensar,
hasta que la farsa brilla lo justo
para cegar a los demás.
Y mientras tanto,
la muerte —esa vieja sin filtros—
les observa desde la esquina del algoritmo,
esperando su momento de desconexión.
Porque la muerte no necesita WiFi.
Llega puntual,
sin aviso,
sin “story”,
sin “me gusta”.
Y en un clic
borra el perfil,
la marca,
la vanidad,
y deja al alma frente a su espejo verdadero.
Allí ya no hay “likes”,
ni poses,
ni nombres que el viento respete.
Solo queda el polvo,
fiel y antiguo,
que murmura con sorna:
“Tanto viviste para que te miraran,
y al final nadie te verá morir.”
Reíd ahora,
bufones del siglo veintiuno,
que la eternidad no admite filtros.
El último “post” os lo escribirá la nada,
y su título será este,
grabado en piedra, sin hashtag,
sin aplausos:
EPITAFIO PARA UN INFLUENCER.