
Nuestro Señor Jesucristo no se anduvo con rodeos cuando advirtió: “Guardaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros con vestidos de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces” (Mt. 7:15). Generalmente, cuando escuchamos esta advertencia pensamos en líderes carismáticos, predicadores engañosos, o movimientos sectarios que desde el púlpito esparcen veneno disfrazado de miel. Y no nos equivocamos: esa es, sin duda, una de las aplicaciones principales.
Pero Cristo no limitó la advertencia a los líderes. La prueba del fruto —“Por sus frutos los conoceréis” (Mt. 7:16)— no es solo un criterio para desenmascarar a un predicador mentiroso, sino también un espejo para evaluar si nuestra fe es genuina o un simple disfraz. El que dice seguir a Cristo y no produce frutos de obediencia, amor y santidad, no solo se engaña a sí mismo: se convierte en una especie de falso profeta ambulante. Su vida grita un mensaje: “Se puede seguir a Cristo sin renunciar al pecado”. Eso, hermano, es herejía práctica.
El cristiano de mentira se viste de oveja el domingo, canta los himnos con los labios, pero el lunes vuelve a ser lobo en sus negocios turbios, en sus conversaciones obscenas o en su trato áspero hacia los demás. Y al hacerlo, predica con sus hechos un evangelio falso, aunque nunca se suba a un púlpito. Su testimonio contradice a Cristo. Su incoherencia es un sermón en contra del Reino.