
La Escritura revela un misterio glorioso: el Dios eterno, santo e infinito, no es un ser lejano ni indiferente, sino que se digna a hacer morada con su pueblo. Desde el principio, el pacto de gracia no solo promete redención, sino también comunión: “Yo seré vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo” (Lev. 26:12). Esta es la esencia del pacto: no solo recibir beneficios espirituales, sino recibir a Dios mismo.
A diferencia de los ídolos paganos, que siempre permanecen mudos, ausentes y confinados a templos de piedra, el Dios verdadero se acerca a su pueblo, camina en medio de él y habita en sus corazones. Los dioses de las naciones necesitan que se les cargue, se les alimente o se les defienda; el Dios del pacto, en cambio, sostiene, alimenta y defiende a los suyos.
La historia de la redención es la historia de la presencia de Dios con su pueblo: en el Edén, el Señor caminaba con Adán; en el desierto, su gloria llenaba el tabernáculo; en Jerusalén, habitó en el templo; en la plenitud de los tiempos, “el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn. 1:14). Y ahora, bajo el nuevo pacto, Cristo asegura: “Yo estoy con vosotros todos los días” (Mt. 28:20). Esta cercanía no es un símbolo, sino una realidad pactual que se consuma en la promesa final: “He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres… y Él morará con ellos” (Ap. 21:3).
Este habitar de Dios no es solo una metáfora piadosa; es la verdad que sostiene nuestra fe. Somos templo vivo del Espíritu, señal de que el Señor no alquila espacio en nuestras vidas, sino que toma posesión de ellas.
¡Qué contraste con las religiones de este mundo, cuyos dioses son tan distantes como fríos, tan exigentes como incapaces de amar! El Dios del pacto no se queda en el cielo mirando con indiferencia: Él desciende, se involucra y se une a nosotros en Cristo.