
Muchos piensan que la Biblia es una especie de esfera de cristal para predecir eventos futuros encriptados con códigos secretos; otros, en el extremo opuesto, evitan hablar del fin del mundo porque la sola idea de un “día final” les causa temor o les roba su aparente paz. Y por otro lado, no faltan los que, ante cada terremoto, guerra o pandemia, comienzan a publicar sus pronósticos sobre el inminente final de los tiempos. Pero, de acuerdo con la Palabra de Dios, todas esas perspectivas —y las que se les parezcan— no son señales de madurez espiritual, sino anomalías escatológicas, desvíos mentales y emocionales respecto a la verdadera esperanza cristiana.
El apóstol Pablo nos recuerda que “nosotros esperamos, según sus promesas, cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia” (2 Pedro 3:13). Esperamos, sí, pero no como quienes especulan, tiemblan o fabulan, sino como quienes anhelan y trabajan con los ojos fijos en Cristo, “el autor y consumador de la fe” (Hebreos 12:2).
El estudio del fin no es para los curiosos ni para los cobardes, sino para los fieles. El Señor no nos llamó a temer el futuro ni a adivinarlo, sino a esperarlo trabajando. La verdadera escatología se traduce en diligencia presente: en vivir, servir, sufrir y gozar a la luz del “día de Cristo”.
No temamos el fin, ni lo usemos para entretener nuestra mente, ni lo distorsionemos para calmar nuestra carne. Más bien, digamos como la Iglesia primitiva: “Amén. Ven, Señor Jesús” (Apocalipsis 22:20).
Porque el fin del mundo para el creyente no es una catástrofe, sino una coronación; no es el cierre del tiempo, sino la apertura de la eternidad.
Veamos entonces tres deformaciones comunes del pensamiento escatológico contemporáneo: la escatofobia, la escatomanía y la escatoficción; tres males que zarandean la fe o desvían la mirada de la verdadera esperanza bienaventurada.