
El Sermón del Monte, esa magna carta del Reino, no fue pronunciado por Cristo para deleitar a oídos perezosos ni para adormecer a almas indolentes. Fue predicado para convocar a un pueblo que, habiendo sido reconciliado con Dios por gracia, viva activamente en obediencia al Rey. La gracia no produce vagos espirituales, sino siervos diligentes.
Basta detenerse en los verbos que Jesús emplea: “Pedid… buscad… llamad… entrad… guardaos…” (Mt. 7:7,13; 6:1). Cada uno de ellos describe acción, movimiento, esfuerzo. No hay aquí contemplación pasiva ni religiosidad estática, sino una vida en constante tensión hacia la piedad.
El apóstol Santiago es contundente: “La fe, si no tiene obras, es muerta en sí misma” (Stg. 2:17). Con otras palabras: la oración sin obediencia no es fe, sino autoengaño. Si alguien ora por santidad, pero acaricia su pecado, no está buscando a Dios; está usando a Dios como excusa. Si alguien ora por provisión, pero rehúsa trabajar con honradez, su oración es una burla. Como bien ironizaba Lutero: “Ora como si todo dependiera de Dios, y trabaja como si todo dependiera de ti”.