
Jesús, en medio de una multitud que lo vitorea con ramos, avanza hacia Jerusalén y entra en el Templo por la Puerta Dorada.
Era el día nueve del mes de Nisán. Jerusalén, en vísperas de fiesta, estaba abarrotada con más de cien mil peregrinos venidos desde todas las ciudades de Judea, desde Galilea y la Decápolis, desde las colonias judías dispersas a lo largo y ancho del imperio romano.
Como todos los años al despuntar la primavera, los hijos de Israel acudíamos en masa a celebrar la Pascua dentro de las murallas de la ciudad de David.
Aquella mañana, mientras nos desperezábamos en la taberna de nuestro amigo Lázaro, en la aldea vecina de Betania, llegaron Judas, el de Kariot, y Simón, el pecoso. Venían de Jerusalén y traían prisa en los ojos.