
Reconocer nuestra enfermedad delante del Creador es un acto profundo de humildad y sabiduría. No siempre las dolencias que cargamos son físicas; muchas veces, el alma y el espíritu sufren también en silencio, llevando heridas que nadie ve pero que pesan cada día. En medio de esa fragilidad, acudamos a aquel que nos conoce mejor que nosotros mismos, el que desde antes de nacer trazó para nosotros un camino lleno de propósito y planes perfectos. Él, como un alfarero paciente y amoroso, toma cada fragmento roto de nuestro ser y lo reconstruye, regresándonos a nuestro estado de diseño original. Dios, que es el médico del alma, es el único capaz de sanar las grietas invisibles que, aunque no provoquen dolor físico, apagan poco a poco nuestro interior y afectan no solo a nosotros sino también a quienes nos rodean. En sus manos encontramos la restauración completa, esa sanidad que transforma desde lo más profundo y nos permite vivir en plenitud.