
Imagina un eco resonando en una cámara sellada, ese sonido se repite infinitamente sin encontrar una pared que lo absorba o un oído dispuesto a interpretarlo con matices.
Así es siempre el intento de entablar una conversación con un fanático.
No es un intercambio agradable de ideas, sino una guerra contra una convicción petrificada.
Es un dogma incuestionable que se erige como un muro gigantesco, donde no cabe la menor duda o perspectiva divergente.
En este laberinto de certezas absolutas, la razón se desvanece, la empatía se torna una quimera y el diálogo, la herramienta fundamental para la construcción colectiva de entendimiento, se convierte en una empresa fútil, condenada al estéril monólogo del convencido.