
La idea de una autoridad imperial en occidente se mantenía viva, aunque sólo fuera porque el emperador de oriente, de Bizancio, conservaba oficialmente sus pretensiones a ambos imperios. Justiniano trató de hacer efectivo ese dominio, pero, tras sus campañas militares, tan sólo logró afianzar su poder en pequeños territorios del sur de Italia. La creación de los Estados Pontificios y la anexión de la Lombardía al reino franco provocaron las protestas de los bizantinos, que no se tradujeron en ninguna acción concreta, pero probaron que el concepto de imperio, también en occidente, seguía presente, al menos en teoría, en los presupuestos políticos y las aspiraciones de algunas nacionalidades e individuos.
En la época que nos ocupa, tan sólo dos grandes Estados podían aspirar a revestir la autoridad imperial en el Oeste de Europa, reuniendo los diferentes pueblos que la conforman. La mencionada Bizancio, por una parte, y por la otra, el emergente reino franco, que iba incorporando rápidamente territorios y ganando una creciente influencia en la cada vez más poderosa entidad espiritual en que se había convertido Roma.