
La República de Turquía ocupa una posición geoestratégica singular, al situarse en el cruce entre Europa y Asia, controlar el estrecho del Bósforo —puerta del Mar Mármara hacia el Mar Negro— y ser un miembro clave de OTAN. Históricamente, la herencia del Imperio Otomano – que durante siglos dominó el Levante, los Balcanes y la cuenca del Mediterráneo – sigue condicionando la forma en que Ankara se proyecta hacia sus vecinos y hacia las grandes potencias.
En la actualidad, bajo la conducción de Recep Tayyip Erdoğan, Turquía ha desplazado su estrategia de un alineamiento casi automático con Occidente hacia una política exterior más autónoma y asertiva: participa en conflictos en Siria, Libia y el Cáucaso, exporta drones a Ucrania, y combina una diplomacia de “oportunismo geopolítico” con el refuerzo de su influencia en el mundo islámico.
Al mismo tiempo, el gobierno de Erdoğan refuerza su poder interno, lo que tiene efectos sobre su credibilidad internacional y las alianzas tradicionales. Así, la Turquía de hoy se presenta como un actor que juega de forma independiente, con ambiciones regionales — y a veces globales — y que desafía los ejes tradicionales de poder, lo que convierte su posición geopolítica en tema de análisis obligatorio.