
Jane Goodall nos enseñó que mirar la naturaleza es mirarnos a nosotros mismos. Que la ternura puede ser una forma de resistencia y la esperanza, una manera de actuar. Su legado no cabe en un laboratorio, sino en cada gesto que elige cuidar en lugar de destruir. Porque al final, Goodall borró la frontera entre humanos y animales, pero su hallazgo más incómodo fue otro: nos parecemos demasiado. Su vida y su muerte nos obligan a mirar de frente ese reflejo que evitamos. En el espejo salvaje que nos dejó, la humanidad descubre —con vergüenza y verdad— que la bestia siempre fuimos nosotros.