
Cada septiembre Chile despierta un fervor que parece dormido once meses: banderas en cada esquina, cueca en las radios y orgullo en la voz quebrada al cantar el himno. Pero apenas terminan las fondas, el patriotismo se desvanece y vuelve la indiferencia hacia nuestra identidad. Hemos reducido la chilenidad a un ritual de temporada, más folclórico que cultural, más consumo que compromiso. Mientras otros países viven su nacionalismo como un relato constante, en Chile lo limitamos a empanadas, chicha y cueca obligada. La pregunta es inevitable: ¿somos realmente patriotas o solo patrioteros de septiembre?