La autonomía y la autosuficiencia emocional se han convertido en el ideal más celebrado por aquellos que quieren tener una vida plena sin dejar que sus emociones se vean condicionadas por los demás. Se nos enseña que la independencia emocional es la piedra angular de la madurez, que las personas fuertes son aquellas que no necesitan a nadie, que sostenernos por nuestra cuenta es el mayor de los triunfos. La autosuficiencia emocional es el estándar de oro, y cualquier signo de dependencia se considera una debilidad, un fallo en el desarrollo del carácter. 

Pero, ¿y si todo esto fuera… un malentendido? (risa) ¿Y si la dependencia emocional, lejos de ser un defecto, fuera en realidad una de las dimensiones inescapables de nuestra naturaleza? ¿Y si, solo así, solo dependiendo los unos de los otros, pudiésemos realmente desarrollarnos y, paradójicamente, ser más autónomos?