
Recuerdo que teniendo yo quince años, mi abuela me dijo: tú vas a llegar a las Olimpiadas, no te desesperes. Aunque yo no esté, tu vas a seguir entrenando y vas a ir”. Y así fue. Mi abuela murió en diciembre del ´91, y yo fui a las Olimpiadas en el ´92. Me parece que fue un sueño cuando estuve bajo la gigantesca bandera olímpica; en la alberca perfecta; entre los reporteros y las cámaras de todo el mundo; en el comedor de la villa olímpica, en donde pude comer caviar, carnes frías, postres, comida kosher, y todo lo que te puedas imaginar; pero sobre todo el ambiente, el clima de hermandad que se vive dentro y fuera de la competencia. Estas son cosas que nunca se me van a olvidar y que ahora, en la distancia, me parece increíble haber vivido.
No todos los días digo: alberca, ¡cuánto te quiero! No, a veces digo: ¡qué horror, alberca! Porque no a diario llegas con ganas, y a veces no quisieras aparecerte por ahí, sino quedarte en tu casa. pero aprendes que tienes que ir, porque si quieres algo siempre te va a costar trabajo, y te tienes que acordar de la meta ¡siempre! Y así vas ir aprendiendo poco a poco lo que es el “sentimiento del agua”, un fuego interno que “te carga las pilas de la vida”.