
Era el último día de la Fiesta de los Tabernáculos, Jerusalén resplandecía, como cada año por estas fiestas. La ciudad santa se llenaba de peregrinos que venían de todas partes para recordar cómo Dios había guiado a Israel por el desierto, habitando en tiendas, en medio de las limitaciones, bajo el amparo del Cielo.
En el atrio del templo, grandes candelabros de oro, de más de 20 metros de altura, habían sido encendidos. Cada noche, durante esa fiesta, la luz de esos candelabros iluminaba las calles, las casas, los corazones. Se decía que ninguna casa en Jerusalén quedaba en tinieblas durante esta celebración. Era la luz de la memoria que les traía el recuerdo de aquella columna de fuego que había acompañado a sus antepasados a través de su travesía por el desierto, guiándolos, protegiéndolos, calentándolos en las noches frías.