
Jesús había anunciado su muerte. Desde entonces, la tristeza había inundado los corazones de los discípulos, se sentían a punto de naufragar, tal como aquella noche de tormenta cuando el agua había inundado su barca. Una multitud de pensamientos saltaban inquietos en sus mentes; la duda, como una sombra, cubría todo vestigio del gozo que habían experimentado, al comprobar las manifestaciones del poder de Dios en su primer ejercicio misionero. Ahora, cuando finalmente estaban comprendiendo quién era el Maestro; ahora, cuando sus vidas estaban despertando a las revelaciones divinas; ahora, que habían llegado a ser sus seres más cercanos y amados; ahora, Él partiría a la presencia del Padre. Las despedidas siempre causan una herida en el alma, a pesar de la esperanza del reencuentro. Las sombras del adiós se deslizaban entre los rostros de los discípulos. Cada uno procesaba en su fuero interno las palabras del Maestro…“Y sabéis a dónde voy, y sabéis el camino”. Estas últimas quedaron vibrando en el corazón de Tomás. Y sin titubear le preguntó: “Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?” Juan 14:5. Entonces se revela la Palabra viva, una de las 7 declaraciones que manifiestan el carácter divino de Jesucristo: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí”.