
El universo culinario de la España Moderna nos revela una historia de ingenio y aprovechamiento donde el embutido emerge como protagonista silencioso, pero esencial. Desde las cocinas palaciegas hasta los humildes conventos, su presencia se consolidó como símbolo de economía, sabor y preservación.
En 1611, Francisco Martínez Montiño, cocinero mayor de Felipe III y Felipe IV, publica su Arte de cocina, donde sin emplear el término “embutido”, describe con claridad técnicas que hoy identificamos como tal. Habla de “tripas de puerco de las angostas” que se rellenan con carne picada y sazonada, se cuecen en agua y se sirven asadas. Este saber técnico, aunque sin nombre fijo, forma parte de un corpus ya compartido. Al indicar que se sazone un “solomo de vaca” “como para salchichas”, da por sentado que el lector conoce esa fórmula: una mezcla de carne, grasa, especias y sal. Platos como los “rellenos”, “pastelillos saboyanos”, “empanadas inglesas” o el “morteruelo” comparten esa misma matriz: carne triturada, adobada, enriquecida con tocino y vísceras. No era lujo, sino lógica del aprovechamiento.
Un siglo más tarde, Juan Altamiras, fraile franciscano aragonés, recoge ese legado y lo traduce al lenguaje de la cocina conventual. En su Nuevo arte de cocina (1745) nombra sin ambages longanizas, salchichas y butifarrones, y describe el proceso completo de la matanza del cerdo: desde la limpieza de las tripas hasta la fundición de la manteca. Para Altamiras, el embutido es herramienta diaria, sabor, conservación y economía. Distingue entre tocino magro y gordo, entre hueso y manteca, y emplea cada parte según el plato. Así lo hace en rellenos, guisos o costradas saladas.
Aunque su cocina remite más al Llibre del Coch que a Montiño, Altamiras lo había leído y admiraba sus sabores “llamativos y más modernos”. Donde Montiño elabora costradas con azúcar, frutas y almendras, Altamiras las reduce a huevo, tocino y tomate. La técnica permanece, pero el lenguaje se ha vuelto austero. Esta traslación —de la cocina cortesana a la conventual— se hace también en los embutidos. No es improbable que Altamiras conociera las salchichas de Montiño, si no directamente por el libro, sí por la tradición oral y conventual. El embutido, codificado por uno y popularizado por el otro, cruzó los muros de palacios y monasterios.
En la España Moderna, los embutidos eran comunes entre las clases populares. Frente a los cortes nobles preferidos por las élites, el pueblo accedía a la carne mediante el despiece completo del cerdo, conservado y aderezado con especias. Se trataba de una práctica funcional: sin refrigeración, el embutido era una solución que permitía aprovechar tripas, vísceras y recortes. Documentos del convento de San José de Elche prueban esta realidad: la compra de “tripas de cerdo para hacer embutidos” revela que estos alimentos formaban parte de su dieta cotidiana.
Y es aquí donde la historia del embutido alcanza su giro levantino. En Elche, donde los franciscanos tenían presencia activa, es plausible que los primeros arroces con costra no incluyeran carne fresca, sino únicamente embutidos. Sin medios para conservar carne, pero sí con técnicas de salazón y embutido, las monjas y frailes empleaban longaniza y butifarra en sus platos con arroz, que luego cubrían con huevo batido para crear la famosa “costra”. No era solo una solución práctica, sino una lógica heredada.
Así, el hilo que une a Montiño con Altamiras no se detiene en la teoría: continúa vivo, crujiente y sabroso, en cada arroz con costra que se sirve hoy en Elche. Ese plato no es solo una receta; es la huella de una cadena de transmisión, de una cocina de ingenio, fe y tradición.