
Cuando en 1745 se publicó por primera vez el Nuevo arte de cocina sacado de la experiencia económica, el libro apareció formalmente dedicado a San Diego de Alcalá, venerado franciscano madrileño conocido por sus virtudes curativas. Esta dedicatoria, junto a una aprobación firmada por Francisco Ardit, cocinero de la corte, formaban parte del aparato editorial habitual del siglo XVIII, destinado a conferir legitimidad a la obra. Sin embargo, ni la dedicatoria ni la aprobación salieron de la pluma de Juan Altamiras, y no hay constancia de que el autor conociera personalmente a Ardit. Aquellos textos eran fórmulas de presentación, pero no reflejaban el verdadero espíritu del libro.
Para conocer la intención real de Altamiras, hay que acudir a su prólogo, donde expone con claridad el propósito y el público de su obra. Lejos de aspirar a los fastos de la cocina cortesana, Altamiras quería ofrecer una guía práctica para ayudar a los frailes recién profesos que se veían de pronto encargados de la cocina sin tener experiencia. Su objetivo era facilitar el aprendizaje sin que los novicios sufrieran el “rubor de preguntar”, y al mismo tiempo instruir a los cocineros poco expertos en las reglas básicas de una alimentación sana, económica y acorde con la vida religiosa.
Pero el libro no estaba solo dirigido a religiosos. Altamiras escribe también para la llamada “gente de economía”, es decir, para las personas con recursos modestos. En su concepción franciscana del mundo, todo gasto superfluo en la cocina es una falta, especialmente en tiempos de “calamidad y miseria”. Por ello, sus recetas responden a una lógica austera, en la que se evita el desperdicio y se promueve el aprovechamiento de ingredientes sencillos y de temporada. La cocina, en su visión, no es solo una necesidad, sino un acto moral, vinculado al “bien común” y al servicio de los “Pobres de Jesu-Christo”.
Las recetas del Nuevo arte de cocina están pensadas para ser ejecutadas en cocinas modestas, con pocas manos y sin grandes recursos. A diferencia de otros recetarios de la época, que reflejaban los lujos de la corte o de las casas aristocráticas, Altamiras propone una cocina de subsistencia, ingeniosa y eficaz. Sus platos no requieren ingredientes caros ni técnicas refinadas; en cambio, se basan en productos locales, en conocimientos transmitidos oralmente y en una tradición que respeta los ciclos del calendario litúrgico y agrícola. Pan duro reconvertido en migas, hortalizas cocinadas con aceite de oliva, caldos sencillos pero nutritivos, legumbres bien aderezadas: esta es la esencia de su propuesta.
El carácter austero y pedagógico del libro no impidió que tuviera una gran difusión. A lo largo del siglo XVIII y XIX se realizaron múltiples ediciones, prueba de su utilidad y de su arraigo en la cultura popular. Lejos de quedarse en los conventos, el recetario pasó a manos de cocineros rurales, amas de casa y pequeños hosteleros. Su lenguaje claro, sus recetas prácticas y su espíritu económico le aseguraron una vigencia que supera con creces la de muchos otros tratados más ambiciosos o sofisticados. Algunas de sus fórmulas aún sobreviven en la cocina aragonesa y en la tradición gastronómica española.
En resumen, aunque el Nuevo arte de cocina se abriera con una dedicatoria formal que respondía a los usos editoriales del momento, el verdadero propósito de Altamiras fue otro: crear un manual útil y sensato para cocineros humildes, formar a los frailes sin experiencia, y ofrecer a los pobres una forma de alimentarse con dignidad y conciencia. Su obra no es un tratado de alta cocina, sino un testimonio de compasión, ingenio y austeridad. Por ello, más de dos siglos después, el libro de Juan Altamiras sigue siendo una referencia esencial en la historia de la cocina española.