
El Convento de San José de Elche, fundado en 1561, fue durante casi tres siglos un referente espiritual, cultural y social para la ciudad y su comarca. Perteneciente a la orden franciscana, su actividad iba más allá del culto: incluía caridad, enseñanza y atención a los necesitados. Generaciones de frailes convivieron en sus muros austeros, dedicados al servicio de Dios y del prójimo. Sin embargo, el siglo XIX trajo consigo una profunda transformación que afectó radicalmente su existencia: la Desamortización de Mendizábal.
Promovida en 1835 por Juan Álvarez de Mendizábal, ministro de Hacienda del gobierno liberal, esta política tuvo como objetivo principal financiar la Primera Guerra Carlista y reducir la deuda pública. Se trataba de expropiar los bienes del clero regular —considerados improductivos por estar en “manos muertas”— y venderlos en subasta pública. Esta medida buscaba, además, fomentar un nuevo modelo de propiedad que impulsara el desarrollo agrícola y fortaleciera una burguesía terrateniente capaz de modernizar el país.
El impacto en Elche fue inmediato. El Real Decreto del 25 de julio de 1835 ordenó la supresión de los conventos con menos de doce religiosos. El 20 de agosto, el Ayuntamiento ejecutó la clausura del Convento de San José y del de la Merced. Los frailes fueron autorizados a regresar a sus lugares de origen con una pensión diaria; solo uno quedó como guardián temporal. El Decreto del 8 de marzo de 1836 selló la supresión definitiva de muchos conventos, entre ellos el de San José. La presencia franciscana masculina desaparecía así de la ciudad, quedando únicamente las clarisas como único vestigio de vida monástica.
En 1837, la Junta de Enajenación transfirió la propiedad del convento al Ayuntamiento. El cabildo acordó el 14 de junio destinarlo a Casa y Hospital de Beneficencia. El traslado de enfermos en 1841 inauguró su nueva función como institución asistencial. De esta forma, el edificio continuó acogiendo a los más vulnerables, aunque ya sin la guía espiritual que le dio origen.
Este episodio local ilustra con claridad los efectos de la Desamortización de Mendizábal. Aunque logró reforzar las arcas del Estado e introducir ciertas reformas económicas, su implementación favoreció a una minoría: los lotes de tierra se vendían en grandes bloques, inasequibles para los pequeños campesinos. Solo la nobleza y la alta burguesía, con liquidez o títulos de deuda pública, pudieron beneficiarse, incrementando así su poder. La desigualdad social se acentuó y se frustró en buena medida la prometida democratización de la propiedad.
La Iglesia, por su parte, sufrió pérdidas materiales inmensas. Desapareció la red de asistencia social que muchas órdenes habían tejido durante siglos y se debilitó su presencia territorial. Además, la propaganda liberal la presentó como una institución estancada e inmovilista, lo que afectó su imagen pública.
La figura de Mendizábal encarna las tensiones de su tiempo. De orígenes humildes, fue empresario, conspirador liberal y político. Su vida estuvo marcada por el exilio y los negocios, y aunque proclamó que su actividad política le acarreó ruina económica, murió endeudado. Para unos, fue un modernizador heroico; para otros, un destructor del patrimonio eclesiástico. Su estatua en Madrid, erigida en un solar donde antes hubo un convento desamortizado, fue derribada tras la Guerra Civil, símbolo de su complejidad y de las contradicciones del liberalismo decimonónico.
La historia del Convento de San José y su desaparición no es solo una anécdota local: es un reflejo fiel del drama colectivo que supuso la Desamortización. Un intento de regeneración nacional que, al romper con siglos de tradición, dejó una huella de cambio, conflicto y memoria.